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Por la Hermana Elizabeth McDaniel, así como se contó a la Asociada de la Misericordia Kathy Schongar*

* En 2013, dos años antes de su muerte, Hermana Elizabeth McDaniel compartió esta esperanzadora historia con la Asociada Kathy Schongar. Compartimos ahora la historia para levantar el ánimo de nuestras lectoras y lectores durante estos oscuros días de COVID-19 y para recordarnos a todas que Cristo siempre está redimiendo nuestro mundo quebrantado.

En nuestra primera misión como hermanas jóvenes, a finales de la década de 1940, Hermanas Mary Luke, Catherine Ryan y yo estábamos entusiasmadas con la próxima celebración de la Navidad en la iglesia de San Patricio en Ravena, una aldea del condado de Albany, Nueva York. Nos preparamos trabajando después de la escuela durante varios días. Pulimos los candelabros de latón, lavamos la mantelería y luego sacamos con cuidado el establo y lo colocamos suavemente sobre caballos de madera. Colocamos los árboles con amor, preparamos el heno y los animales. Los ángeles, la vegetación y las flores de Noche Buena estaban en su lugar anticipando el día santo. ¡Era encantador!

En Nochebuena, solo quedaba colocar al bebé en la escena. Enviamos a uno de los muchachos al sótano a buscar la estatua. El niño, sin darse cuenta de que el bebé no estaba sujeto al pesebre, se apresuró a entrar y gritó: «¡Aquí tiene, hermana!». Cuando las palabras salieron de su boca, ¡vimos ante nuestros ojos al Niño Jesús caer y romperse en lo que parecían un millón de pedazos! La Navidad se arruinaría sin un «Bambino», como la comunidad italiana de San Patricio se refería amorosamente a la estatua del Niño Jesús.

En ese momento, vino el pastor y comentó sobre la belleza de la iglesia en esa Nochebuena.

Pero luego preguntó: «¿Dónde está el Bambino?». Le explicamos lo que sucedió y nos reprendió por no haber roto mejor la estatua del burro. Se lamentó: «Mejor quitamos todas las decoraciones porque no podemos tener Navidad sin el Bambino». Estábamos desconsoladas, ¡pero prometimos salvar la Navidad!

Llamamos a la tienda de artículos religiosos O’Connor, en la cercana Troya. No tuvimos suerte. Después de todo era Nochebuena. Y así comenzó nuestra saga de Nochebuena, la más fría y nevada de nuestras vidas. Con el entusiasmo de la juventud y la fe de nuestra fundadora Catalina McAuley, comenzamos nuestra búsqueda. Las palabras de nuestro pastor resonaban en nuestros oídos.

Después de obtener el permiso y el pasaje de autobús, partí junto con Hermana Luke hacia Albany. Hacía mucho frío y nevaba mientras nos acercamos a la primera tienda de artículos religiosos. «Lo siento, hermanas», dijo el caballero. Justo se acabaron las estatuas del Niño Jesús, pero podía pedirnos una de la ciudad de Nueva York. Caminamos en la nieve y el frío, con el hábito completo y solo con chales de invierno para calentarnos. Encontramos al dueño de otra tienda que hizo todo lo posible por ayudarnos. Nos ofrecía un pequeño Niño Jesús hispano. Era encantador, pero demasiado pequeño para satisfacer nuestras necesidades. Le agradecimos su amabilidad y continuamos nuestro viaje regresamos al frío. Hermana Luke llamó a su hermano Tom, quien insistió que pasáramos a comer y calentarnos.

Después de comer, bajamos por una colina nevada y empinada con apenas suficiente pasaje de autobús para llegar a la casa. Estábamos abatidas por nuestro fracaso en asegurar un bebé para nuestro pesebre vacío. Estaba oscuro, con mucho viento, frío y todavía nevando. Cogimos el último autobús de Albany a Ravena. La Navidad se arruinó. O eso pensábamos.

Entonces Hermana Luke recordó que había en exhibición varias estatuas del Niño Jesús en el convento de la Casa Madre. ¿Nos atrevemos a preguntar? Llamamos y la madre Adrian nos aseguró que podíamos pedir uno prestado. Tom, hermano de Hermana Luke, nos llevó de regreso a Ravena. Nosotras, y el Niño Jesús prestado, llegamos a tiempo a San Patricio para la Misa de medianoche.

Cansadas, felices y aliviadas, celebramos un servicio de Nochebuena muy significativo. Ese día y después de nuestro viaje, los viajes de María, José y el Niño tuvieron un significado profundo y nuevo para nosotras. Como ellos, fuimos bendecidas por la bondad de los demás.

Para nuestra sorpresa, siguieron pronto más bendiciones.

Días después de Navidad, llegó un paquete a nuestro convento con una nota que decía: «Para las dos hermanitas que buscaban al Niño Jesús en Nochebuena. Estoy seguro de que lo han encontrado».