Por Julie Bourbon
La primera vez que fui a México en una delegación fronteriza, hace 20 años, no necesité de un pasaporte. Jugamos con los niños en una colonia cerca de la fábrica de electrónicos perteneciente a una compañía estadounidense que recorrimos con un grupo de hermanas católicas y bebimos Coca-Cola por varios días. Todo lo que sabía de México en ese entonces era que no debíamos beber el agua de ahí.
A principios de este mes, a medida que la retórica política acerca de la inmigración en este país alcanzó un punto febril, acompañé a una delegación de ocho líderes de la Misericordia y otro miembro del personal del Instituto a El Paso y Ciudad Juárez. Estábamos allí para dar fe de lo que mi colega Jean Stokan, que también estaba en ese viaje, llamaría el rostro de Cristo crucificado entre nosotros.
Y en verdad estaba ahí.
En la historia, la joven madre en el albergue diocesano nos dijo lo que es dormir por cuatro noches bajo el puente de El Paso del Norte, con el frío de la intemperie, solo con una manta bien delgadita para protegerse. Nosotras, con nuestros abrigos para el día y cobijas de más para la noche, no teníamos idea de que El Paso podría ser tan frío. Ella solo tenía la ropa que llevaba puesta, y un bebé acuestas con fiebre y tos. Cuando salieron del refugio —ya bañadas y alimentadas, con destino hacia su padre y hermano que viven en Maryland— hacía calor, pero la niña estaba bien abrigada con una chamarra rosa para la nieve y con una capucha blanca de piel sintética. Su madre no se estaba arriesgando esta vez.
El Cristo crucificado estaba nuevamente ahí en forma de una joven llevada a un centro de detención de ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de los Estados Unidos) y puesta en lo que los inmigrantes llaman «Las hieleras», celdas en grupo sin privacidad y con un solo baño en medio. Ella dijo que el personal prendió el aire acondicionado al máximo y sopló talco —reconocido como cancerígeno— a través del sistema de filtración porque ustedes son solo inmigrantes, sucios, nadie los quiere aquí. Nos dijo sencillamente: «No nos tratan bien aquí».
A las 4 de la mañana en el aeropuerto de El Paso, el día que nos fuimos, vimos al Cristo crucificado nuevamente en algunos de los inmigrantes que encontramos en el albergue el día anterior y que estaban allí como para saludarnos, con sus manos aferradas a sus documentos y los boletos de embarque en las manos de sus niños, sus rostros tensos por la fatiga y el desconcierto. Hicimos lo que pudimos para ayudarles a llegar a salvo a sus salidas, y rezamos para que alguna persona en Chicago o Newark o Nuevo Orleans les ayudara al llegar al siguiente lugar y al siguiente, y que pudieran llegar a salvo a sus destinos.
Cada uno de los que conocimos —el Padre Columbano, Bob Mosher, nuestro anfitrión incansable; el Padre Columbano, Bill Morton, párroco valiente de la iglesia Corpus Christi en Juárez; el dúo siempre joven de la Hermana Betty Campbell y el Padre Carmelita, Peter Hinde en la Casa Tabor; la silenciosamente poderosa Dra. San Juana Mendoza de la clínica médica Cristo Rey; Anna Hey y otros abogados dedicados a la inmigración en los Servicios Diocesanos del Inmigrante y Refugiado; Dylan Corbett del Instituto Esperanza en la Frontera, quien tímidamente pidió un autógrafo a la Hermana Ana María Pineda en una copia de su libro Romero y Grande; el personal apasionado de la Red Fronteriza por los Derechos Humanos; nuestra enérgica guía en Casa de la Anunciación de El Paso, quien llegó a conocer de su labor por su hermana melliza que había sido voluntaria por un año allí anteriormente— han sido como el rostro de Cristo para los inmigrantes, dando la bienvenida, ofreciendo compasión, alimento, un lugar seguro para dormir, un viaje al aeropuerto, una oración. Por algunas horas, en un cuarto de reunión del sótano convertido en dispensario de ropa, ¿reflejamos también el rostro de Cristo a nuestras hermanas y hermanos inmigrantes?
En el comedor de la Casa de la Anunciación, que ha servido a inmigrantes por más de 40 años, está pintado en una pared un mural con las palabras de Mateo 25: «Tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; fui extranjero, y me recibieron». Los inmigrantes lo pintaron y pintaron a Cristo semejante a ellos. Porque lo es.