Por Hermana Joan Marie O’Donnell
En el Día Internacional de los Derechos Humanos, el 10 de diciembre, la Hermana Judy Carle y yo nos unimos a 400 líderes religiosos de todo el país para emitir un llamado moral por la justicia para migrantes. El evento, patrocinado por American Friends Service Committee, se realizó en la frontera entre San Diego y Tijuana y tuvo como fin instar al gobierno estadounidense a respetar el derecho humano a migrar, poner fin a la militarización de las comunidades fronterizas y un cese a la detención y deportación de inmigrantes.
Nos capacitamos y permanecimos en vigilia juntos el día previo en University Christian Church en San Diego. El día 10, caminamos en procesión hacia la frontera, cantando y orando por las personas que habían intentado cruzar la frontera y perdieron la vida. Cien miembros del grupo se presentaron para ser ungidos con el fin de participar en la resistencia no violenta en el muro fronterizo.
Los agentes de Aduana y de la Patrulla Fronteriza fueron situados para arrestar a las personas; treintaidós fueron arrestadas. A todas, excepto a una, las citaron, les dieron una fecha de audiencia y las liberaron. El último fue detenido durante la noche acusado injustamente de haber agredido a un agente de la patrulla fronteriza. Justo cuando era mi turno de «hacerle frente» y arriesgar ser arrestada, llegó un llamado para que nuestro grupo apaciguara la situación. Fue aterrador ver a otros en frente de mí ser agredidos y, en algunos casos, parecían ser respuestas muy racistas.
Cuando me preguntaron por qué elegí ir y ser una de las «detenidas», expresé que me sentí impulsada a responder, no solo por saber en mi mente, sino en mi corazón y en mis entrañas cómo debe ser la realidad para casi siete mil de mis hermanos y hermanas del «otro lado», ser deshumanizados como lo son ahora. Aún estoy procesando el pozo de emociones que surgieron en lo profundo de mí: temor, tristeza, ira, aflicción y sí, esperanza. Leí las Escrituras del día siguiente de manera muy diferente: «Consuelen, consuelen a mi pueblo. Hablen a Jerusalén, hablen a su corazón. Suban a un cerro alto para proclamar…» Y eso es lo que debo permanecer haciendo, siempre.
Experimenté una profunda sensación de «unidad» con aquellas personas con las que caminé, como también con todas aquellas que aún están en el otro lado. Como Hermana de la Misericordia de las Américas, nuestro CAMINO DE LA UNIDAD estalló a una dimensión más amplia y profunda que va más allá de cualquier cosa que podamos pedir o imaginar. El sueño de Dios es mucho más grande, y todo lo que puedo hacer es estar atenta a las puertas que Dios abre para revelar la magnitud de ese sueño. Y, sí, estar dispuesta a «presentarme», con compasión.