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Por Hermana Renee Yann 

¡Ven, Espíritu Santo! Es una invitación orante que hemos hecho innumerables veces en nuestra vida. ¿Cuántos Pentecostés hemos vivido? ¿Cuántos acontecimientos sagrados han comenzado con esta sentida súplica? 

Pero ¿hemos pensado realmente lo que estamos pidiendo? 

Imagínense a los discípulos reunidos 50 días después de Pascua. Acaban de vivir la profunda conmoción espiritual de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. Después, hay encarcelamientos, apariciones de ángeles, personas lisiadas que caminan de repente, muertos que vuelven a la vida. Sus cómodas vidas han dado un vuelco. 

Jesús se ha aparecido unas cuantas veces para ayudarles a afianzar su alborotado mundo en el recuerdo de sus promesas. Pero ya no está físicamente presente para ellos, pues hace pocos días que ascendió al cielo, ¡un acontecimiento de por sí asombroso! 

Poco a poco, los discípulos empiezan a darse cuenta de que el trabajo continuo de la salvación ha recaído sobre ellos. Así que rezan sin cesar, igual que nosotras cuando nos sentimos un poco abrumadas por nuestra realidad. 

En este día concreto, la pequeña comunidad se reunió probablemente con motivo de la festividad judía de Shavuot, o Fiesta de las Semanas, que celebra la cosecha del trigo. La tradición judía también señala esta fecha como aquella en la que Moisés recibió la Ley en el monte Sinaí. Shavuot viene determinada por la fecha de la Pascua judía, que tiene lugar unas siete semanas después. 

Envuelta en este preciado legado religioso, la pequeña comunidad se une en oración. Sin dejar de honrar su herencia judía, abren sus corazones al Dios que está escribiendo un nuevo pacto de amor sobre toda la Creación. No son como Moisés cuando caminaba hacia la cima del Sinaí, sin saber lo que el Fuego podría pedirle. 

De repente vino del cielo un ruido, 
como de viento huracanado, 
que llenó toda la casa donde se alojaban. 
Aparecieron lenguas como de fuego, 
que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. 

Hechos 2,2-3 

El Espíritu Santo llega en medio del caos, bajando del cielo como un rayo, estremeciendo las paredes y amenazando con prenderles fuego en el pelo. Fue un regalo increíble del cielo, ¡pero tuvo que ser aterrador! Enseñó a los discípulos, y nos enseña a nosotras, una lección fundamental. 

¡«Ven, Espíritu Santo» es una oración peligrosa! No la digas si no quieres ser sacudida fuera de tu rutina, apartada de tu curso, y encendida con una gracia que rechaza la tibieza. 

«Derrama tu Espíritu» es una oración de conversión continua: 

  • Se resiste a las expectativas, la normalización, la definición y la institucionalización. 
  • Exige que estemos siempre dispuestas a esperar, a sorprendernos, a cambiar. 
  • Nos pide que veamos posibilidades en todos lados porque Dios ha cubierto el mundo de amor y misericordia. 
  • Nos pide que encontremos un nuevo lenguaje de paz allí donde las viejas palabras han fracasado. 
  • Nos llama a ser agentes de su generosidad ferviente compartiendo los dones de Sabiduría, Entendimiento, Consejo, Fortaleza, Conocimiento, Piedad y Temor del Señor allí donde se necesiten. 

Cuando el tornado se calmó y las tejas volvieron a su sitio, los discípulos cambiaron. Nosotras también lo seremos si nuestra oración es abierta y se mantiene al borde de la esperanza. Gracias a la inhabitación del Espíritu Santo, llegamos a ser el medio por el que Cristo vive en nuestro tiempo. Es una bendición salvajemente inquietante la que ofrece esta oración que da aliento: «Ven, Espíritu Santo». 

Como escribe Henry Nouwen: 

«Sin Pentecostés, el acontecimiento de Cristo – la vida, muerte y resurrección de Jesús – queda aprisionado en la historia como algo para recordar, pensar y reflexionar. El Espíritu de Jesús viene a habitar en nosotros, para que podamos convertirnos en Cristos vivos aquí y ahora». 

Que nosotras, y toda nuestra Iglesia que celebra hoy su nacimiento, tengamos el valor de rezar esta oración y de vivir su respuesta.