Por la Hermana Theresa Saetta
Al tiempo que Hermana Pat Mulderick y yo despertábamos con un brillante y luminoso día, nos enteramos que el campamento de tiendas de campaña en Reynosa, México, que albergaba a más de 2.000 inmigrantes en espera de asilo en los Estados Unidos, había sido desalojado. Las familias tuvieron que apresurarse a recoger sus documentos importantes mientras las autoridades les gritaban que se fueran… ¡inmediatamente!
En las semanas anteriores se había extendido el rumor de que en algún momento se verían obligados a salir. La plaza pertenecía a los habitantes de Reynosa y querían recuperarla. El campamento era mísero, no tenía servicio de agua, duchas o cualquier otra necesidad básica que damos por sentada. También era peligroso, ya que los carteles de la droga manejaban sus negocios desde allí. Pero los residentes lo veían como una comunidad en medio de un viaje que ha sido muy traumático. Hicieron amistades a lo largo de muchos meses y convivieron estrechamente, tienda a tienda, con gente de todo el mundo.
En el campamento había surgido un liderazgo innato. Los organizadores formaron cocinas comunitarias. Un equipo de liturgia reunió lectores y un coro para celebrar la misa dos veces por semana. Los equipos de seguridad vigilaban la zona durante la noche para que mujeres y niños vulnerables pudieran dormir seguros.
Personas de buena voluntad, pastores, sacerdotes, hermanas, médicos y enfermeras llegaron hasta allí para ayudar. Una pastora local y su marido formaron una «escuela bajo las carpas» para los niños del campamento. Dos jóvenes jesuitas celebraron el Jueves Santo y la Vigilia Pascual.
Nosotras participamos en el estudio de la Biblia y en la misa. También compramos muchos artículos para los niños, como cuadernos, lápices de colores, rompecabezas y juegos.
Un día después de que campamento fuera arrasado, fuimos a ver lo que quedaba. No encontramos a ninguna de las personas que se habían convertido en nuestra familia extendida y cuyas alegrías celebrábamos y cuyos traumas llevábamos.
En internet se publicaron algunas historias. Una de ellas nos hizo llorar: un reportero que estuvo allí tras el suceso dijo que no quedaba nada más que un cuaderno con un dibujo infantil de Spiderman… ¡y lo reconocimos como perteneciente a uno de nuestros «artistas» de los jueves!
El padre Louis Hotop, S.J, nos condujo al lugar en el que ubicaron a algunos de los inmigrantes. Cuando llegamos, las personas que formaban parte de nuestra pequeña comunidad se acercaron a nosotras para compartir lágrimas y abrazos. Nos decían: «Pensábamos que no volveríamos a verlas, que se olvidarían de nosotros y no sabrían en dónde estábamos».
Nos hablaron de la noche en que tuvieron que dejar el campamento. No les dieron tiempo para recoger sus cosas. Los niños estaban asustados y gritaban. Lloraban mientras caminaban hacia el Centro de Inmigración Senda de Vida, donde ahora esperan a que los jueces puedan escuchar sus casos.
Ahora nuestros amigos están alojados en un antiguo campamento bíblico y campo de fútbol rodeado de muros de cemento. A las mujeres embarazadas se les permite dormir bajo techo, mientras que los demás utilizan esteras para dormir en el exterior sobre el cemento. Poco a poco, este campamento actual empieza a parecerse a la comunidad que fue desmantelada.
Cuando nos íbamos, una de nuestras amigas más pequeñas me abrazó las piernas. Me di la vuelta y vi un pequeño ángel con una hermosa sonrisa. Un niño se acercó a ella y le dijo: «Ven aquí. Hay una niña que necesita una amiga». Así que los dos se acercaron a ella. Las dos niñas se tomaron de la mano y se sentaron juntas, dándose consuelo mutuamente en medio de una infancia perdida.
Las palabras no pueden describir el trauma que hemos visto y oído, ni tampoco la alegría absoluta en los rostros de nuestras amigas y amigos cuando nos volvimos a encontrar. Era la alegría del Buen Pastor, del que conoce a sus ovejas y no las abandona. Las ovejas conocen y escuchan su voz. Experimentan la alegría en este encuentro mutuo.