Por Hermana Carolyn McWatters
«Al principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios … Todo existió por medio de ella, y sin ella nada existió de cuanto existe» (Juan 1, 1,3).
Con estas convincentes palabras el autor inicia el Prólogo del Evangelio de Juan. Mientras que cada evangelista lidió con la pregunta «¿Quién es Jesús?», el cuarto Evangelio lo hizo de una manera única y fresca. Juan se basó en una tradición independiente de las acciones y enseñanzas de Jesús que aparentemente había circulado durante años. Su audiencia incluía personas que eran firmes creyentes en Jesús; buscó reforzar su fe en la divinidad de Jesús. En lugar de acercarse a Jesús desde una perspectiva humana, Juan nos ofrece un Evangelio sobre la revelación de Dios Padre en Jesús.
El Evangelio comienza, no como una historia, sino como un canto, un magnífico himno a la Palabra de Dios, una Palabra que existió siempre en unión amorosa con Dios. Juan nos introduce así en una Cristología del Logos. Por esta Palabra, Cristo, fueron creadas todas las cosas. Por la Palabra ha venido la vida y la luz. El Prólogo continúa proclamando que Juan el Bautista vino a dar testimonio de esta luz que pronto vendría al mundo.
El himno luego anuncia el clímax: «Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, y nosotros hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y verdad» (Juan 1, 14). Dios, que nunca había sido visto por los humanos, eligió revelársenos visiblemente en Jesús. La encarnación santifica toda carne. Y aún más: «De su plenitud hemos recibido todos: gracia tras gracia. … el Hijo único, Dios, que estaba al lado del Padre, Él nos lo dio a conocer» (Juan 1, 18b). Estamos llenas de su plenitud, de corazón a corazón.
Los relatos de la infancia de los Evangelios sinópticos contienen, en forma resumida, el núcleo de la Buena Nueva: Jesús vivió, murió y resucitó para dar testimonio del amor de Dios y mostrarnos nuestro destino. El prólogo de Juan canta a la gloria de Dios, un Dios que nos ama tanto que viene a la tierra para mostrarnos el rostro de Dios y revelarnos la comunión divina a la que se nos invita.
Mi corazón nunca deja de conmoverse por la poesía y la profundidad convincente de este prólogo. Mi familiaridad con la cosmología de la Historia del Universo contribuye maravillosamente a mi comprensión de Cristo como Palabra a través de quien todo es creado y por quien todo permanece en el ser. Resueno con la belleza de la oscuridad cósmica a través de la cual brilla la luz. Qué glorioso saber que soy elegida para participar de la plenitud de la gracia y la divinidad de Cristo, que mi vida está en, con y a través de Él. Así como Jesús reflejó perfectamente al Padre en la carne humana, así yo estoy llamada a ser un espejo en el que las demás personas puedan contemplar el rostro de Dios, un canto cuya melodía revela a Dios.
La venida de la Palabra a nuestro mundo es una realidad eterna, un ahora constante. Su luz está eternamente presente y brilla en nuestros corazones, llamándonos a co-iluminar la oscuridad del miedo, el odio y la violencia que tanto enferma a nuestro mundo hoy. El Logos habla de amor en una conversación eterna, a la que se nos atrae constantemente, para que podamos hablar de amor con nuestras vidas.
Solo sentándonos en el tiempo en una contemplación asombrada del misterio de la Encarnación, y lidiando con sus implicaciones, podemos desbloquear las verdades profundas de Dios encarnado. Con el Logos entonces somos agraciadas y empoderadas para co-crear, iluminar, llenar y transformar nuestra Tierra en una nueva creación. ¡Qué profunda misión!
Oremos para que el Cristo Cósmico — Palabra de Dios y Luz del mundo — profundice nuestra comprensión de nuestro Dios, nos lleve a reclamar más plenamente nuestra participación en el Misterio de la Encarnación y fortalezca nuestro compromiso con la acción amorosa para la salvación del mundo. ¡Que con el Logos cantemos eternamente las alabanzas de Dios!