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Por Hermana Luz Eugenia Álvarez

El comienzo de un nuevo año suele ser un momento donde hacemos resoluciones de Año Nuevo, tratando de ser mejores personas. Nos podemos encontrar en nuevas situaciones, ministerios o ciudades, lo que nos motiva a cuestionarnos cómo queremos ser el próximo año. ¿Qué pasaría si nos preguntamos «quién soy»?

Hace algunos años, después de dejar la Comunidad de la Misericordia, me pregunté: «¿Quién soy ahora?». La primera respuesta fue: no soy religiosa. Ya no soy integrante de una comunidad religiosa con una identidad basada en un carisma particular. Por más de 20 años, me identifiqué como una hermana religiosa. Ahora, mi estatus social era de laica. Sin embargo, la pregunta seguía en mi corazón. No importa qué tan clara sea la conciencia de mi nueva realidad, seguí preguntándome «¿Quién soy?». «Soy una hija amada de Dios».

Aunque creo que soy una hija amada de Dios, la pregunta «¿Quién soy?» permaneció en mi corazón. Fui a una cabaña en los bosques del Norte de Wisconsin para tener un tiempo prolongado de oración y reflexión. Mis compañeros fueron mi vieja Biblia, una amiga y una perrita. En este retiro, oré para que Dios diera respuesta a la búsqueda de mi identidad.

Durante el retiro nació en mí una nueva vida: si Dios es «YO SOY» (Ex 3, 16) y yo soy imagen y semejanza de Dios (Gn 1, 27), entonces «Yo soy» en el «YO SOY» de Dios. Lo que es Dios, yo también lo soy. Tengo la potencialidad y el llamado a ser todo lo que Dios es, claro que dentro de nuestras limitaciones humanas. Me llenó de profunda paz y alegría. Dios es amor, luz, verdad, vida, poder, sencillez, fuerza, paz, unidad, dirección, compasión y misericordia, y yo también estoy llamada a vivir estas virtudes. Tuve la experiencia de que mi valor no está en lo que hago, en lo que tengo, el estatus social, las raíces culturales, las tradiciones o cómo me ve la gente. Esta nueva conciencia de identidad se convirtió en mi centro, que integra mi vida en Dios. Encontré mi verdadero yo en Dios. Con esta nueva conciencia, me sentí como María, proclamando la grandeza de Dios porque Dios ha hecho grandes cosas por mí. Esta paz y libertad interior me ayudó a regresar con las Hermanas de la Misericordia.

María supo lo que era empezar una y otra vez. Después de ser solo una mujer de Nazaret, se convirtió en Kejaritomene, (llena de gracia), al quedar embarazada en las circunstancias más inusuales que pusieron su vida en riesgo. Más tarde, al dar a luz a su hijo, comenzó una nueva realidad, no como madre de un niño más, sino como Madre del Hijo de Dios. ¿Identidad simple? El Evangelio de Lucas nos dice que después de la visita de los pastores — los despreciados de aquella sociedad — «Ella guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2, 19). Tuvo que descubrir con el tiempo lo que significa ser Madre del inmanente y trascendente, el ser humano más frágil y Dios todopoderoso. Tenía una nueva identidad y una nueva forma de ser en el mundo: ser en Dios como discípula, y Dios en ella como Theotokos, (portadora de Dios), Madre de Dios.

Que María, la Madre de Dios, interceda por nosotras/os, para que meditemos en nuestras experiencias de Dios y demos a luz a Jesús a través de nuestra verdadera identidad.