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Por Hermana Margaret Taylor 

«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».

Lc. 23:46

Lo más conmovedor para mí al considerar estas palabras de Jesús es el contexto en el que fueron pronunciadas. Mateo y Marcos registran una sola frase de Jesús en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», siendo este su estremecedor recuerdo de la experiencia de tortura y muerte de Jesús en la cruz. Sin embargo, es bajo esta abrumadora sensación de abandono donde Jesús sigue afirmando su confianza en que Dios le es fiel, a pesar de las apariencias. 

Jesús había pasado su vida en profunda comunión con su «Abba». Pero, en estos últimos momentos de su vida, llama a gritos a «Elí» preguntando la razón de su abandono. Todas hemos tenido situaciones en las que experimentamos la pérdida de la presencia de Dios, pero palidece ante lo que pudo haber sido la vivencia de Jesús. 

El sufrimiento físico de Jesús va acompañado de la experiencia del abandono, no sólo por parte de Dios, sino también de aquellos a quienes había amado y guiado durante su vida pública. Los compañeros con los que había reído y llorado, y partido el pan, profesando su fe en Él, se dispersaron. La misión que creía haber recibido de Aquel que había hablado en su bautismo parecía ahora hecha jirones. ¿Qué había significado su vida?  ¿Qué había conseguido? ¿Qué sería de aquellos a los que había invitado a seguirle? 

A pesar de la abrumadora evidencia de lo contrario, Jesús, en el acto de fe más profundo de su vida, confió en que el Dios que había sido la fuente de su vida y misión le recibiría con infinito amor. Desde un lugar inimaginable de pavor y desesperación, llegan las palabras: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». 

Qué ejemplo tan profundo para nosotras, especialmente para las que estamos envejeciendo, perdiendo nuestra capacidad de servir a la misión como antes y viendo tambalearse algunos de nuestros preciados ministerios. Nos preguntamos qué hemos conseguido, si hemos hecho lo que se nos encomendó. Jesús nos da ejemplo de esperanza, más allá de todas las apariencias. En medio de nuestra propia disminución, sufrimiento y muerte Dios acogerá nuestros espíritus en la Misericordia infinita. Nuestros esfuerzos por construir el Reino de Dios se verán envueltos en semillas regadas por la bondadosa sabiduría de Dios. 

Catalina McAuley tenía una gran devoción por el sufrimiento y la muerte de Jesús, evidenciada por su convicción de que «El Instituto está fundado de una manera especial en el Calvario, allí para servir a un Redentor crucificado». A menudo, ella animaba a imitar a Jesús tanto en las pequeñas pruebas cotidianas como en las grandes cruces de la enfermedad, la incomprensión y la pérdida de familiares y confidentes queridos. En medio de sus devociones, debió reflexionar a menudo sobre las últimas palabras en la cruz, sobre todo cuando los acontecimientos de su vida le provocaban un sentimiento similar de profunda pérdida y confusión. 

Su Suscipe nos es tan conocido: orar para aceptar el plan de Dios con la capacidad de entregarnos enteramente en los brazos de la Providencia de Dios, sin importar las circunstancias. Que experimentemos esta oración como una verdadera llamada a imitar a Jesús cuando pronunció sus últimas palabras de confianza.