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Por la Hermana Doris Gottemoeller

Estaban todos reunidos en un mismo lugar: salvadoreños, guatemaltecos, burundeses, kenianos, sudaneses, americanos, vietnamitas, sirios y samoanos. De repente, vino del cielo un ruido como de un fuerte viento, y llenó todo el espacio en el que se encontraban. Entonces se les aparecieron lenguas como de fuego, que se separaron y se posaron sobre cada uno de ellos. Y todos estaban llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en diferentes lenguas, como el Espíritu les permitía proclamar. Pero cada uno escuchaba al líder en su lengua materna.

Cada persona fue dotada con diferentes dones espirituales: madres, padres, niños, agentes fronterizos, voluntarios, ancianos, enfermos y desesperados. Pero a cada una la manifestación del Espíritu le fue dada para algún beneficio. Cada una fue bienvenida, se atendieron sus necesidades individuales y se procesaron respetuosamente sus solicitudes.

¿Una fantasía? Sí, ¡un Pentecostés moderno en nuestras fronteras!

Podemos decir que imaginar una escena así es una complacencia infructuosa. Los medios de comunicación nos presentan diariamente el caos en nuestras fronteras. Las familias son separadas, las personas son deportadas sumariamente y las voluntarias se sienten abrumadas por las necesidades. Mientras tanto, los políticos exacerban el problema con su retórica. Pero nuestra fe nos dice que cada persona, refugiada y empleada del gobierno por igual, es hija/hijo de Dios y heredera junto con Cristo.

¿Qué hacer? Nuestro Equipo de Justicia del Instituto y otras organizaciones como Caridades Católicas y la Conferencia de Superioras Mayores nos dan maneras prácticas de ayudar a nuestros hermanos y hermanas que sufren. Podemos ser voluntarias en la frontera, podemos contribuir con dinero y suministros, podemos salir al encuentro de viajeros que cambian de autobús en nuestras ciudades y ayudarles en su camino. Podemos darles la bienvenida a nuestras ciudades, si ese es su destino. Podemos abogar por políticas públicas justas y compasivas.

Además, el himno del siglo XIII que cantamos en Pentecostés, Veni, Sancte Spiritus, nos invita a abrir nuestros corazones a los increíbles dones del Espíritu:

Sana nuestras heridas, renueva nuestra fuerza;
vierte tu rocío en nuestra aridez;
lava nuestras culpas;
doblega el obstinado corazón y voluntad;
derrite el hielo y calienta lo frío,
guía los pasos extraviados.

¿Quién de nosotras está sin heridas ni manchas de culpa? ¿Quién no ha conocido nunca un corazón obstinado ni ha dejado que sus pasos se pierdan? En este tiempo santo, abramos nuestros corazones a los siete dones del Espíritu —sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor del Señor— reconociendo que el Espíritu conoce todas nuestras necesidades. En este gran torrente de la entrega del Espíritu, que se derrame por todas partes: sobre las personas en la frontera, sobre las que están en los pasillos del poder y sobre nosotras mismas.

Ahora bien, la escena de Pentecostés imaginada anteriormente ya no es una fantasía, sino un ejercicio de imaginación profética. «¡Ven, Espíritu Santo! Ven padre de los pobres, ven dador de bendiciones. Dulce huésped del alma, dulce refrigerio. Oh luz santísima: llena lo más íntimo de los corazones de tus fieles».