donar
historias

En Pentecostés, un torrente de gracia y amor

idiomas
compartir
Share this on Facebook Share this on Twitter Print

Por la Hermana Maureen Mulcrone

«Oh, Dios, derrama tu espíritu y renueva la faz de la Tierra».

Reflexionar en la fiesta de Pentecostés y la abundancia del Espíritu prometido por Jesús me inspira a orar de dos maneras: en gratitud por los dones derramados sobre mí, y pedir la sabiduría  para ayudar a crear un mundo renovado a imagen y semejanza de Dios.

No ha sido un año fácil para nadie. En septiembre de 2020, trasladé a mi madre de 100 años de McAuley Center en Farmington Hills, Michigan, a un centro de vida asistida. El 1º de noviembre, un miembro del personal dio positivo para COVID-19, cuya visita cara a cara duró meses. Sentí solidaridad con todos aquellos en todo el mundo que lloraron la separación de sus seres queridos. Mi madre, al menos, tenía refugio, comida, atención médica e interacción con algunas de las Hermanas de la Misericordia con las que había vivido en el McAuley Center. Me consolaba saber que mis hermanas cuidarían de mi madre y la rodearían de amor, y lo han hecho.

Poco antes del Día de Acción de Gracias, di positivo con COVID-19, una complicación importante en mis propios planes para mudarme de McAuley Center, que estaba siendo vendido por la Misericordia. Pero yo también tenía acceso a atención de la salud, un lugar donde vivir, alimentos que comer —a veces sin siquiera tener que prepararlos— y hermanas que sufrían con otras hermanas, oraban con otras hermanas y se animaban mutuamente cada día.

Una biopsia en febrero me reveló una recurrencia de melanoma en la cara, y las promesas inmediatas de amistades de orar y ayudar de la manera que pudieran. La cirugía en abril evocó la misma generosidad: promesas de continuar las oraciones y la asistencia a través de la cirugía reconstructiva. 

El objetivo de esta letanía no es centrarme en mis desafíos, sino contar las formas en que sentí la presencia del Espíritu a través del apoyo de la comunidad cristiana. El día de la cirugía, me sentí físicamente flotando, sabiendo que estaba rodeada de oraciones. En las semanas siguientes, sentí un parentesco con las «viudas» en los Hechos de los Apóstoles que fueron cuidadas por esa comunidad primitiva; me regocijé de que el mismo Espíritu me rodeara dos milenios después. A pesar del dolor genuino de las separaciones, enfermedades y tristezas, sentí que tenía que orar, en las palabras del Salmo 116: «¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?».

Como hemos visto muy claramente durante la pandemia, no todos son tan afortunados. «La pandemia», escribió Olga Khazan en un artículo en New York Times el 11 de abril («Puedes ser una persona diferente después de la pandemia»), «ha puesto al descubierto la aterradora desigualdad de la vida estadounidense y ha hecho que algunas personas, como los padres solteros y madres solteras y los trabajadores esenciales, lleven un peso aplastante». La declaración de Khazan también podría aplicarse a las disparidades dentro de otros países y entre países: ¿Quién podría permitirse el lujo de abandonar un país/ciudad/área con tasas de COVID-19 en alza, y quién se vio obligado a sufrir quedándose en el lugar? ¿Quién pudo saltarse la cola a una vacunación, y quién intentó en vano obtener acceso? ¿Quién ha prosperado financieramente —a veces exponencialmente— y quién todavía espera en fila para obtener víveres donados para alimentar a sus familias? ¿Quién experimenta el privilegio de ser blanco, y quién todavía sufre las indignidades del racismo? ¿Quién tiene amigos para embotar el borde de la necesidad o la desesperación, y quién sufre solo?

Vivimos en un punto de inflexión. Ahora, más que nunca, es el momento de orar, esperar y actuar para erradicar los efectos de cientos de años de opresión hacia las personas aborígenes y de distintas etnias; para revertir la profanación del planeta; para desmantelar las desigualdades estructurales que mantienen a las personas pobres, privadas de sus derechos y alienadas.

Por nosotros mismos no podemos lograr esto, pero con el Espíritu de Dios, hay esperanza. La venida abundante del Espíritu es como derramar leche desde un galón. La misma física de conseguir esa primera gota sobre el labio de la abertura crea no un goteo, sino una oleada de líquido. Cuando el Espíritu de Dios es derramado, no es un goteo sino un torrente, como una catarata de Niágara o de Iguazú de gracia y amor.

Este es el momento de orar de nuevo con esperanza y compromiso: «Oh, Dios, derrama tu Espíritu y renueva la faz de la tierra».