Por la Hermana Michelle Marie Salois
Estaba yo en mis veinte años, trabajando como enfermera registrada y pensando que podría ser llamada a una vida religiosa, pero no era algo que la gente solía hacer en la década de 1970. Oraba y esperaba oír «la voz de Dios» para que guiara mis decisiones, busqué a las hermanas para preguntarles acerca de sus vidas y de las decisiones vocacionales, analicé los aspectos a favor y en contra. Les tenía envidia a aquellas que «ya sabían» para que las llamaba Dios, aun así, no pude oír nada.
«¿Por qué no me hablará Dios lo suficientemente fuerte para que yo pueda oír?» Como los apóstoles se sintieron cuando Jesús partió, me sentí abandonada.
Mi proceso de reflexión y búsqueda me ayudaron en mi autoconocimiento, pero no para mi claridad —mi ambivalencia e incertidumbre continuó. Fui a la universidad para obtener un título en teología, pensando que ello me podría ayudar a «explorar el territorio», y a la vez hallar un buen director espiritual.
Después de un tiempo de trabajar en conjunto, él me puso a prueba: «¿Qué te hace pensar que la voz de Dios suene diferente o sea contraria a la tuya?» Con su ayuda emanó este entendimiento: Estoy bautizada y soy una creyente confirmada que realmente quiere obedecer a Dios. Eso quiere decir que el Espíritu Santo mora en mí y está más cerca de mí que yo misma. Mi petición para una guía es en sí misma impulsada por Dios que mora en mí y no será ignorada. Mi suposición juvenil de que la autoridad y la verdad proviene de FUERA de mí obstaculiza el camino.
Aprendí a escuchar mis deseos y emociones, sobre todo, la sensación sutil dentro de mi cuerpo (el templo del Espíritu Santo) que eventualmente reconocí como una señal confiable de la dirección correcta. Empecé a notar estas respuestas en cada momento que vivía o imaginaba las diferentes opciones de vida.
«El fruto del Espíritu es el amor, la alegría, la paz, la paciencia, la bondad, la generosidad, la fe, la gentileza, el auto control. En contra de ellos no hay ninguna ley».
(Gálatas 5, 22–23)
«Le pediré al Padre y él les dará otro protector para que les ayude y esté con ustedes siempre—el Espíritu de la verdad…Ustedes lo conocen porque vive con ustedes y permanecerá con ustedes…No los dejaré huérfanos; sino que volveré a ustedes…El Protector, el Espíritu Santo que mi Padre les enviará en mi nombre, les enseñará todo y les hará recordar todo lo que les he dicho».
(Juan 14,16–18, 26)
Ahora conmovida por este Espíritu interno, reconozco nuestro mundo en los pasajes de esta abundancia —la gente incapaz de entender lo que dice el otro. La gente dividida y exiliada, moribunda y sola. Los inmigrantes deseosos de establecerse en la tierra a la que llegaron. Yo ansío ver como unos huesos secos vuelven a tener carne y cobran vida.
«Derramaré mi espíritu en TODA carne…hasta en los siervos y las siervas…Y sucederá que TODO el que invoque el nombre del Señor se salvará».
(Joel 3,1–2, 5)
Debo responder cuando el Espíritu nos llama para que vivamos esta visión de comunidad y de rescate para TODOS. Esto debe incluir al inmigrante, al exiliado, a los pobres de todas las razas y lenguas si esperamos ser realmente «la posesión especial» de Dios.