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Por Deborah Herz

Jane Winterson quería ser hermana cuando estaba en el octavo grado, pero no hizo sus votos perpetuos hasta que cumplió 38 años.

Este es un perfil de una serie de cuatro partes sobre
las Hermanas de la Misericordia en Alaska.
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«Yo estaba enseñando biología y estudiando para ser enfermera en Maryville College (hoy Universidad) en St. Louis cuando Mercy Junior College se unió con Maryville y las hermanas se hicieron cargo del programa de enfermería», ella cuenta. «Me gustó mucho lo que vi y encajaba bien».

Habiendo celebrado recientemente su 40º aniversario, Jane fue criada en Omaha, Nebraska por una familia con un trasfondo religioso diverso. «Mi padre era episcopal, mi madre católica y yo tenía un tío judío», dice.

Su padre, George, un gran apasionado de actividades al aire libre, disfrutaba llevándola a cazar y pescar. «Cuando le dije a mi padre que había entrado en la orden de la Misericordia, le preocupaba que tuviera que usar mi velo cuando fuéramos a pescar», dice. «Al final no me lo ponía».

Ahora, a los 82 años, Jane heredó el amor de su padre por la naturaleza y la aventura. «El verano pasado fui a pescar al río Missouri, donde abundan la carpa, el bagre y gar, una especie de serpiente que se parece a un caimán», dice. «Atrapé una que medía casi un metro de largo».

Definitivamente se ganó el derecho de alardear ese día, pero nada se compara con el salmón de 21 kilos que pescó en Juneau, Alaska donde ella ayudaba en un campamento de verano. «Fue el pez más grande que he pescado», dice ella «Lo destripé, limpié y congelé, luego lo empaqué y me lo llevé a casa a Nebraska».

Jane sirvió en Sitka, una isla a la que sólo se puede llegar en barco o en avión. Hoy en día, el pueblo cuenta con dos semáforos, de cero cuando Jane llegó en 1986 para trabajar en la parroquia y visitar a las personas recluidas en casa.

«Teníamos sólo 18 o 19 kilómetros de camino pavimentado, así que ni se sabía de tráfico», explica. «Estábamos rodeados por un volcán inactivo y montañas, y los tsunamis eran bastante comunes. Cuando se producía un tsunami, todos llamaban a la puerta de todos y todos íbamos a un terreno más alto. Esto era simplemente parte de la vida».

Hogar de imponentes abetos, cicutas, águilas y un bosque pluvial, Sitka es un pueblo tan silencioso que se puede oír a las ballenas jorobadas exhalar a más de kilómetro y medio de distancia. Los pueblos nativos e indígenas, los tlingit, viven de manera muy sencilla, en sus botes y sobre el agua, pescando bacalao negro, trucha y salmón.

Jane se sintió como en casa, pero su misión terminó abruptamente después de sólo un año cuando su padre fue diagnosticado con cáncer. Ella regresó a casa para ayudar a cuidarlo y él murió a la edad de 86 años, joven según los estándares de la familia Winterson. Su madre vivió hasta los 96 años.

Uno de los recuerdos favoritos de Jane sobre Alaska fue navegar con un feligrés en un bote inflable Zodiac. «Pude acariciar una ballena», añade. «Son cosas malolientes. Esta tenía todo tipo de percebes que crecían en ella. También me encantaba recoger estrellas de mar. Eran de cuatro colores diferentes: púrpura, naranja, verde y rojo».

Ahora vive en Oklahoma City, donde enseña álgebra y pre-álgebra en la escuela católica Sagrado Corazón mayormente a niños hispanos, Jane dice que extraña la sencillez de Alaska. «La vida en la ciudad no es tan sencilla», añade.

Si se le diera la oportunidad, volvería a visitar Alaska e iría aún más al norte. «Cuando yo estaba allí, escuchábamos la radio y el locutor decía: “Son las 10 de la mañana y se ha puesto el sol, pero volverá a salir en tres meses”. Después de eso, tendríamos nueve meses de luz del día».

Desde entonces, el lema grabado en su anillo: «Dios mío, mi todo», le ha servido bien. Ella todavía conduce y no tiene miedo de hacer un viaje por carretera a las casas de su familia, una a 18 horas de distancia en Jackson Hole, Wyoming y la otra a siete horas al norte en Omaha.

En el camino, ha recibido algunos excelentes consejos de viaje que siguen siendo valiosos hoy en día: «Si ven venir osos polares, no corran», advierte. «Háganles saber que están ahí. Espántenlos con una bocina y no los miren a la cara».

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