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La segunda estación: Jesús toma su cruz

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Por la Hermana Marie Michele Donnelly

«El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga». (Mateo 16,24)

La primera vez que visité a nuestras Hermanas en Perú fue en la década de 1990. Estaba feliz de ir, pero también un poco indecisa, principalmente porque no hablaba español. Pasamos un tiempo en Lima y Pacaipampa, pero la mayor parte del tiempo lo pasamos en Chulucanas en reuniones y diálogos con la comunidad. También participé lo mejor que pude en las reuniones, con una espléndida intérprete simultánea junto a mí. Sin embargo, cuando se programaron más conversaciones individuales, las hermanas sugirieron que me comunicara con algunas de las personas que viven en el pueblo cercano. Debido a ello, tuve la oportunidad de acompañar a una de las hermanas que era enfermera en sus rondas de visita a los enfermos. Fue una experiencia muy intensa para mí conocer a estas personas en sus hogares, por muy humildes que fueran. Me conmovió profundamente su acogida cálida y gratitud por la labor de las Hermanas de la Misericordia.

Alrededor del mediodía, regresamos al convento para evitar el caluroso sol del mediodía. La hermana que me acompañaba me preguntó si tenía la suficiente energía para otra visita y le respondí afirmativamente. Esta hermana había vivido conmigo en los Estados Unidos cuando se estuvo preparando para su título de enfermera y me conocía muy bien. Sabía que yo era básicamente «cobarde» en situaciones dificultosas. Me advirtió que la mujer que íbamos a visitar tenía una enfermedad «parecida a la lepra» y que, si yo no podía con la situación, tendría que salir de la casa y esperarla afuera. No debía mostrar ninguna consternación o lástima, a pesar de saber que todos sus hermanos habían fallecido a causa de esta enfermedad y que no albergaban muchas esperanzas para ella. Eso me puso nerviosa, no obstante, le aseguré a la hermana que seguiría sus indicaciones.

Ingresamos a la morada de una sola habitación con piso de tierra, muy oscura y llena de humo acre. Dos criaturas pequeñas corrieron a recibirnos, pero la mamá, Fanny, estaba sentada sobre un tapete cuidando el fuego. Tenía unos 26 años y estaba embarazada con su tercera criatura. No podía caminar, pero se impulsó sobre sus codos. Había perdido algunos dedos de las manos y los pies y parte de su rostro. Cuando me la presentó, Fanny sonrió radiantemente y extendió lo que quedaba de su mano con una acogida cálida. Ella y la hermana empezaron un intenso diálogo sobre su salud y embarazo mientras yo asimilaba la dificultosa situación familiar. Su pobreza y desesperación se yuxtaponían con las risas de los niños; la imagen de la animada madre permanecerá conmigo para siempre. No podía imaginar un futuro esperanzador para ellos.

Cuando finalizó su conversación, Fanny se dirigió a mí y habló en español. Nos invitó a almorzar, ese pescado de olor penetrante que cocinaba sobre el fuego. Mi compañera rehusó por las dos, debido a la hora. Le pedí que le agradeciera a Fanny por la invitación y que además le dijera que rezaría por ella. Luego, Fanny se dirigió a mí y habló por varios minutos con una mirada cálida e intensa en su rostro desfigurado. Cuando miré a la hermana para que interprete, sus ojos estaban llenos de lágrimas. Este fue lo que Fanny me dijo:

«Hermana, no tienes que orar por mí». Ayer, ocurrió algo maravilloso. Escuché que la estatua del ‘Señor de los Milagros’ estaba siendo llevada por el pueblo. Decidí salir y esperar que pasara el Señor. Sabía que, si podía pararme y dejar que su sombra me cubriera, me curaría. Me enderecé lo mejor que pude, y ocurrió el milagro. La sombra del Señor me cubrió y supe que todo estaría bien. Así que no te preocupes, hermana. No tienes que orar por mí. Oraré por ti».

Fue una experiencia profunda para mí, y no supe cómo responderle sino solo agradecerle con cierta torpeza. La dejamos con sus niños en la habitación oscura y humeada para que almorzaran.

Eso sucedió hace 25 años. Nunca olvidé a Fanny y he preguntado acerca de ella cuando una de las hermanas nos visita desde Perú. El último informe fue que ella está viva, aún reside en Chulucanas y sus hijos son adultos.

Desde ese encuentro, cada vez que escucho el pasaje, «El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» pienso en Fanny. Su situación parecía desalentadora. Su cruz demasiada pesada para cargarla. Su situación excesivamente desesperante. Su discapacidad muy grande. Su pobreza muy profunda.

Aun así, Fanny vio las cosas de manera diferente. Con valentía, su fe la llevó a la presencia de Cristo, cuyo propio sufrimiento le ofreció esperanza y fortaleza ¡Se negó a aceptarlo! Rehusó permitir que las limitaciones de su realidad bloquearan el poder transformador de Dios. ¡Qué lección! El misterio pascual fue encarnado en esta mujer de fe inquebrantable. Eso también puede ser para mí y para todas las que nos permitimos a nosotras mismas y nuestras limitaciones ser transformadas por el poder inconmensurable del Misericordioso.