Hay cosas que los pobres valoran más que el oro,
aunque no cuesten nada al donante;
entre estas cosas están la palabra amable, la mirada bondadosa y compasiva,
la escucha paciente de sus penas.
—Catalina McAuley
Por la Hermana Judy Mouch y la Hermana Fran Repka
Uno de nuestros Asuntos Críticos como Hermanas de la Misericordia es la inmigración, la cual incluye no sólo el cuidado de las personas que son inmigrantes sino también el esfuerzo por entender y abordar las causas que impulsan a la gente a dejar su patria.
En enero, viajamos a McAllen, Texas para servir como voluntarias con Caridades Católicas del Valle del Río Grande por dos semanas. Allí escuchamos, aprendimos, servimos y acompañamos a nuestras hermanas y hermanos de Honduras, El Salvador y Guatemala.
Hay tantas historias por compartir. Historias desgarradoras. Una que llamó la atención fue la de Jorge y su familia, quienes llegaron juntos de Guatemala para buscar asilo. Es raro ver a una familia entera en la frontera. Normalmente uno o dos hijos están con uno de los padres y los demás hijos se quedan en casa con el padre o la madre, esperando que puedan reunirse al final. La familia de Jorge huyó de la violencia y del temor de que sus hijas fueran víctimas de la trata de personas o reclutadas para las pandillas. Jorge y su esposa anhelaban que sus hijas hermosas y tiernas crecieran en un ambiente seguro –un deseo compartido por la mayoría de las familias que conocimos.
Una Familia Separada
Jorge (no es su nombre verdadero) trabajaba como conductor de camiones en su patria y hablaba poco inglés. Él y su esposa tienen tres hijos: un hijo de 19 años, quien se quedó en Guatemala; una hija de 12 años, quien estaba con su esposa en otro lugar en detención; y María, una hija de 9 años quien estaba con Jorge. Aunque la familia cruzó la frontera juntos para buscar asilo, fueron separados inesperadamente. Jorge y María fueron detenidos desde martes hasta domingo. Sin saber dónde estaban su esposa y su otra hija, Jorge se preocupaba constantemente que se las devolvieran a Guatemala o que se las llevaran a otro centro de detención, como suele pasar. No pudo conseguir información alguna cuando preguntó. Los contactos de la familia viven en el Medio Oeste, donde Jorge espera conseguir trabajo y reunirse con el resto de su familia.
Mientras tanto, la falta de información le causó muchísimo temor innecesario. Jorge solo pudo esperar que su esposa y su hija llegaran antes de que él saliera del Centro de Refugio Humanitario donde los migrantes como él –a veces hasta 350 ó 400 al día– encuentran comida, ropa, albergue, seguridad y bienvenida. Fue fundado en 2014 por la Hermana Norma Pimentel, MJ, directora de Caridades Católicas del Valle del Río Grande.
«No Somos Criminales»
Jorge esperó hasta el último momento para irse a la estación de autobuses para partir al Medio Oeste. Su esposa y su hija de 12 años nunca aparecieron y él estaba muy preocupado por dejarlas en el centro de detención. Su preocupación y consternación fueron intensas. Dijo: «Fue una experiencia terrible e innecesaria. No somos criminales; no es necesario tratarnos así. Comprendo la necesidad de información detallada, la cual ya teníamos preparada, pero fue la manera en que nos trataron». Se les quitó todo al entrar en la detención: cordones de zapatos, cinturones, sombreros, guantes, cualquier ropa u otras pertenecías extras (que nunca volvieron a ver). Se les dio poca comida y agua. Había luces grandes de neón que se mantenían prendidas las 24 horas, por lo cual fue difícil dormir. El edificio, que puede contener a 2.500 personas, tenía aire acondicionado frío. Los niños tenían frío y muchas personas dormían en el piso de concreto con solo cobijas de Mylar, que no proveían mucho abrigo. Les quitaron sus chaquetas y abrigos. Esta historia fue repetida una y otra vez cuando se le preguntaba a alguien sobre las condiciones en el centro de detención. Y aunque había cuidado médico disponible, solamente se ofrecía a personas que demostraran síntomas de enfermedad.
Catalina McAuley dijo: «Los pobres necesitan ayuda hoy, no la semana próxima». Esa idea fue el impulso para todas las personas que servían en el Centro de Refugio Humanitario. Sin importar lo que necesitaban –ropa, zapatos, abrigos, comida, ducha– se les daba de inmediato y sin dudarlo. Los pocos miembros de personal pagados, todos bilingües, sirvieron como nuestros modelos, respondiendo a cualquier necesidad, ya sea un niño buscando a sus padres o necesidad de artículos de cuidado personal o un cargador de celular. Nadie tuvo que esperar.
Voluntarios de 12 estados
Los voluntarios que no éramos bilingües preparamos sándwiches para las bolsitas de comida, servimos comidas, ayudamos a encontrar una muda de ropa, cuidamos a los niños para que los padres de familia pudieran ducharse, dimos ropa para el frío a quienes viajaban a un clima más frío -inclusive una cobija para cada familia- y escuchamos sus historias por medio de intérpretes.
Los voluntarios con quienes trabajamos eran de 12 estados. Entre ellos había religiosas de varias órdenes; la mayoría respondía al llamado de la Conferencia de Liderazgo de Religiosas: Benedictinas de Minnesota; Hermanas de Sta. Inés de Wisconsin; Hermanas de San José de Chestnut Hill, Pennsylvania; y Hermanas Franciscanas de Little Falls, Minnesota. Además, había un grupo de «tejanos» que prestaban servicio en el Centro de Descanso cada semana o diariamente. Nuestros amigos laicos eran de varias denominaciones: metodistas, presbiterianos, católicos y una pareja de la Comunidad Bruderhof en Pennsylvania.
En resumen, durante las dos semanas que pasamos en el Centro de Refugio Humanitario, escuchamos, nos relacionamos, tratamos de ser de servicio. También aprendimos que las necesidades de las personas que buscan asilo van más allá de la imaginación. Las causas de la migración vienen de la pobreza, la corrupción de gobiernos y la violencia asociada con las drogas. Vimos que la resistencia, paciencia, valentía y esperanza de estas personas estaban arraigadas en su fe en Dios y en su confianza en la bondad de la gente. Fueron dos semanas muy ocupadas, pero llenas de un profundo sentido de hospitalidad, mientras caminamos con nuestras hermanas y hermanos «para restaurar la dignidad humana». Como dijo Catalina McAuley, «Hay cosas que los pobres valoran más que el oro, aunque no cuesten nada al donante; entre estas cosas están la palabra amable, la mirada bondadosa y compasiva, la escucha paciente de sus penas». Encontramos que estas palabras son tan verdaderas hoy como cuando lo dijo, hace más de 150 años.