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Por la Hermana Carolyn McWatters

Actualmente, en el hemisferio norte, durante la celebración de Pascua se nos ofrece una espléndida metáfora visual para la vida resucitada de Jesús. Nuestros sentidos son cautivados con el tacto, la vista y el olor de la brisa, la luz del sol, las crías de los animales y la preciosa imagen de las flores y los árboles que brotan. Abunda una vida nueva y fresca que nos vigoriza con asombro y gratitud. ¡La divinidad está realmente a la vista!

El acontecimiento de la resurrección de Jesús electrificó a sus seguidores, agitando sus mundos y colmándoles con una felicidad infinita. Lentamente, pasaron de un estado de tristeza, miedo y aprensión a uno de libertad espiritual y de realización de que la vida como la habían conocido jamás sería igual. El mundo externo no había cambiado en absoluto, pero sus corazones y espíritus vivieron una transformación radical.

Se encontraron sumergidos en una realidad nueva, cuyo contorno y forma sería intensamente agudizada y desarrollada con el tiempo. Los discípulos llegaron a comprender que estaban unidos por un amor tan poderoso que trascendía no sólo el sufrimiento, sino la muerte en sí. La vida de Jesús les demostró quienes eran y quienes llegarían a ser. Se les facilitó una nueva manera de vivir.

Con el vigor de la presencia del Maestro resucitado, se animaron a caminar, difundiendo la verdad del reino de Amor del que toda su existencia, Él dio testimonio.

El Cristo Resucitado ha demostrado que la vida es infinita, que el amor es la fuerza más poderosa del universo. Y la buena nueva de la resurrección es que, debido a que somos reclamados por y para Cristo, debido a que somos miembros del Cuerpo del que Él es la cabeza, nuestras vidas, también, pueden y deben revelar este misterio. Nos estamos volviendo divinos y tenemos el poder que tuvo Jesús para influenciar nuestro mundo. Se nos llama a hacer y ser como Jesús lo hizo y fue — para conmover al mundo con su presencia, su poder, su promesa.

Una de las segundas lecturas para la Misa de Pascua en la mañana podría ser:

«Hermanos y hermanas, pues si han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios… Pues ustedes han muerto, y su vida está ahora escondida con Cristo en Dios».

(Colosenses 3: 1-3)

Su vida está escondida con Cristo en Dios. Me siento cautivada con esta frase. Las personas que llevamos décadas viviendo el discipulado podemos dar testimonio del efecto que la vida resucitada ha tenido en nosotras. Es posible que la exuberancia de nuestro fervor inicial se haya mitigado un poco, y fluya en nuestras almas una corriente de júbilo más serena y profunda. Nos hemos familiarizado con las luchas y las riquezas de lo sombrío y lo oculto. Nuestros egos han aprendido sobre la muerte, y quizás hemos aprendido a aceptarla, incluso a ansiarla, al «nada» del que los místicos hablan, a aquello al que nos tiene destinado la incorporación de la vida del Espíritu.

Entregarse a lo Divino es un camino de transformación en Cristo. Al igual que el Bautista, reconocemos que debemos disminuir a medida que Cristo aumenta. Como Pablo, buscamos vivir, «no yo, sino Cristo en mí». La vida oculta nos atrae…

Es obvio que este proceso no es para nuestra propia glorificación. Lo que hacemos lo realizamos solo por el poder de la gracia de Dios en nosotras, para que Dios pueda recibir la gloria. La gracia de Dios está consumiendo lentamente la escoria y nos va perfeccionando hasta que lleguemos a ser mujeres bellas que revelan poderosa y humildemente el Misterio Sagrado, para que a través de nosotras la divinidad continúe mostrándose para la transformación del mundo.

Acarícianos, envuélvenos, abrázanos, oh Dios.

Borra nuestras limitaciones

para que podamos disolvernos en ti.

Haznos UNO contigo

y en todo lo que has creado.

Infúndenos con tu vida,

y haz deslumbrar a través de nosotras tu radiante amor

…todo por la Vida del mundo.

Amén.

¡Tengan una Pascua bendita!