Por Hermana Eileen Dooling
Resulta revelador que, con su cuerpo y su corazón rotos, Jesús no oró por sí mismo para aliviar el dolor o para que le ayudasen a superar esa terrible y violenta prueba. Tampoco rezó enfadado contra un Dios que lo permitía. Por el contrario, Jesús eleva una plegaria por sus verdugos, los mismos que han causado este sufrimiento.
Mientras reflexionaba yo sobre esta poderosa oración de Jesús en la cruz, me vino a la mente la imagen del Cristo de San Juan de la Cruz, de Salvador Dalí. En ese cuadro podemos ver desde arriba y de frente a Cristo crucificado. Desde allí Jesús mira al mundo, a un lago y a unos pescadores. Me parece que no está limitado por el espacio o el tiempo. De hecho, la oración de Jesús en busca del perdón trasciende el tiempo e incluye toda la historia. Y a cada ser humano.
Perdónanos. Porque no sabemos lo que hacemos. O bien: perdónanos. ¡Sabemos lo que hacemos!
Es fácil culpar a otros del dolor de este mundo, de la crueldad que impregna nuestras noticias diarias. Alguien escribió que la violencia comienza con nuestra necesidad de tener razón. Y ese «tener razón» se manifiesta en muchos ámbitos de nuestra vida; a menudo nos pone en la tesitura de elegir un bando en los debates sobre lo que está bien y lo que está mal. El perdón parece imposible y algunos lo consideran una muestra de debilidad.
Nuestra propia mirada hacia el interior revela a menudo una animosidad personal hacia los demás: una broma que duele, un comentario sarcástico, un punto a favor. O una antipatía hacia nosotras mismas: el error que cometí y que no puedo perdonarme, la autoexigencia que nunca podré alcanzar, la ética de trabajo que me deja cansada e inmovilizada. Nuestro interior no suele ser bonito. La poetisa Denise Levertov podría llamarlo la «carga de lo humano», y es esta carga la que nos une a todos y todas en esta comunidad humana. «¡Perdónanos. Porque no sabemos lo que hacemos!».
El perdón está, por supuesto, ligado a la Misericordia. Como sabemos por experiencia, el perdón de Dios, la misericordia de Dios, es abundante e ilimitada, disponible para quien la pida. Se le ofrece a quienes no lo merecen, a todas las personas. Abrazar nuestra propia necesidad de misericordia, de perdón, crea en los seres humanos la necesidad de perdonarnos mutuamente. «Perdónanos, como nosotros perdonamos…».
Mientras Jesús crucificado contempla nuestro mundo, su oración de perdón es reconfortante. Confiando en que Dios nos dará lo que necesitamos y sabiendo que a todos y todas se nos llama a ser el amor misericordioso de Dios en este mundo, tengamos corazones abiertos, perdonados y perdonadores, mientras continuamos «acompañándonos en el camino a casa». (Ram Dass)