Por Kari Sims, Directora de Servicio-Aprendizaje y Liderazgo, Academia de la Misericordia, Louisville, Kentucky
La experiencia de Inmersión de la Misericordia en la Frontera, en El Paso, Texas, y Ciudad Juárez, México, tuvo lugar del 8 al 13 de mayo de 2022. La siguiente es una de una serie de cuatro reflexiones de participantes en esta experiencia.
El 4 de julio de este año lo celebré asistiendo a un partido de béisbol de las Grandes Ligas. Antes de que se desplegase la bandera americana en el campo, el locutor le pidió al púbico que hiciera una pausa para guardar un minuto de silencio en honor a las víctimas del tiroteo de Highland Park que había ocurrido esa misma mañana. Un ambiente solemne invadió a la multitud. Mientras guardábamos silencio, me pregunté cuántos de nosotros pensamos en las 53 personas que murieron a las afueras de San Antonio, Texas, dentro de un camión que las transportaba en busca de una vida mejor, en busca de un hogar. Luego de pasar unos días en la frontera no puedo dejar de pensar en lo que significa llamar «hogar» a un lugar.
Llegué a El Paso, Texas, el 7 de mayo, sin saber bien qué podía esperar de esta experiencia. Hermana Kathleen Erickson, nuestra guía durante el viaje, comenzó la primera oración con la lectura «Turning to One Another» (Mirándonos unos a otros) de Margaret Wheatley. «Esperen sorprenderse» fue la frase que más llamó mi atención y engloba una de las experiencias más poderosas que tuve en estos días.
El segundo día del programa lo dedicamos a visitar un segmento del «Muro», una valla de nueve metros de altura con enormes vigas de acero que llegaban hasta el cielo, con espacio suficiente entre los listones para que una persona pudiera pasar la cara, pero no lo suficiente para atravesarlo. El muro se extendía a lo largo de varios kilómetros de oeste a este, separando Anapra, uno de los barrios más pobres de Juárez del árido desierto a las afueras de Sunland Park, Nuevo México.
Caminando a lo largo del muro, me detuve varias veces para mirar a través de las vigas, sintiendo que me estaba entrometiendo en las vidas de aquellos cuyas casas llegan justo hasta allí. Podía ver coloridas casas de bloques de cemento, caminos de tierra, montones de basura y coches aparcados a lo largo del camino. Oí música animada en la distancia y el sonido rítmico de las obras. En medio del camino había una piñata de colores que había sido utilizada en una celebración reciente. Todo ello señales de vida.
Mientras caminaba, un hombre me gritó en inglés: «How are you?». Le respondí en español: «Bien, ¿y tú?». Salió de detrás del muro de cemento inacabado de una casa y empezó a caminar hacia mí. Conversamos un rato en español y en inglés. Había visto cómo se construía el muro. Hubo un momento de silencio, luego le miré y le dije que lo sentía. Me miró confundido y me preguntó la razón. Le dije que lamentaba que ese feo muro se construyera justo detrás de su casa y que no pudiera pasar a mi lado, a mi casa. Sonrió y me dijo que él no necesitaba cruzar, porque México era su casa, su «hogar».
Sus palabras me llenaron de humildad. Había asumido que cualquiera que estuviera cerca de ese muro querría estar en «mi» lado. Fue un duro recordatorio de la hermosa vida que existe al otro lado a pesar de la pobreza, la violencia y la aparente falta de recursos físicos.
Las personas que viajan a nuestra frontera sur lo hacen porque sus comunidades y hogares se han visto perturbados, a menudo debido a las políticas establecidas por Estados Unidos, mi hogar. Si los líderes de mi hogar, de este país, entendieran realmente el propósito de la comunidad, entonces las políticas económicas y las restricciones fronterizas en vigor se desmantelarían rápidamente. En cambio, muchos se sienten amenazados por lo que no conocen. Buscan el poder y el control en lugar de encontrar formas prácticas y de sentido común para compartir los recursos a través de las líneas imaginarias dibujadas en la arena, ahora marcadas por muros de nueve metros de altura.
La semana que pasé con la comunidad de la Misericordia en la frontera fue de profunda reflexión. En palabras de Jean Stokan, coordinadora del viaje, debo discernir honestamente la pregunta: «¿Cómo me llama Dios a ser más valiente?»
Como educadora de la Misericordia y mujer de fe, tengo la responsabilidad de compartir la misión de las hermanas con nuestras estudiantes y, al hacerlo, espero potenciar en ellas el espíritu de la Misericordia para buscar la justicia y la paz en nuestro mundo. Debo desafiar a nuestras estudiantes y a mí misma a salir de nuestro entorno y a encontrar a los que sufren la injusticia, a lidiar con la complejidad de los problemas sistémicos entretejidos en los cimientos de nuestro país de los que muchos de nosotros, incluida yo misma, somos participantes complacientes.
Como recordó San Pablo a los Corintios, «Si un miembro sufre, sufren con él todos los miembros; si un miembro es honrado, se alegran con él todos los miembros». (1 Cor 12:26). Que todos nosotros seamos lo suficientemente valientes para abrirnos al sufrimiento de los demás, aunque sólo sea para alegrarnos juntos en comunidad.