De Yaramy Hernandez Marin
Tengo 22 años y soy estudiante universitaria de primera generación. Llegué a Estados Unidos por primera vez a los cuatro años y, durante la mayor parte de mi vida, he vivido con mi familia en California en donde nos sabíamos diferentes a otros sin que eso significara un problema para nosotros ya que nos sentíamos parte de la vibrante comunidad latina del estado. Sin embargo, fue cuando nos mudamos a Iowa cuando me di cuenta de que allí en cambio hacíamos parte de un grupo minoritario de población.
Pronto entendí que era el arraigado racismo lo que nos hacía sentir tan diferentes, lo que nos forzaba a sentirnos inferiores. Recuerdo especialmente un día en el que fui con mi madre al supermercado, actividad que hacíamos con frecuencia. Esa vez tuvo problemas para encontrar el tipo de frijoles que quería comprar para la cena y se acercó amablemente a un empleado de la tienda para preguntarle si tenían frijoles pintos. Antes de que mi madre pudiera pronunciar una palabra, el empleado la interrumpió y le dijo: «No hablo español».
Esa frase, «Yo no hablo español», resonó en mi mente y me llenó de preguntas. ¿Por qué los empleados daban por hecho que sólo hablábamos español? En aquel momento, era un concepto difícil de entender para mí. Sabía que mi madre no hablaba un inglés perfecto, pero ni siquiera había abierto la boca cuando fue interrumpida por el empleado. Y esto era algo que nos seguía ocurriendo. En cuanto la gente veía a mi familia hacía suposiciones basadas en nuestra raza. Estos son los perfiles raciales. Por desgracia, he tenido muchas experiencias en las que mi aspecto exterior ha sido una barrera porque las personas hacen juicios basados en mi raza. En Estados Unidos es obvio que la raza puede ser una ventaja o una desventaja en la vida.
Hace poco asistí a un musical llamado Wounded Healers (Sanadores heridos). La obra narra los obstáculos y los malos tratos que los afroamericanos han tenido que soportar desde la trata de esclavos en el Atlántico. Fue una representación muy conmovedora y a la vez exasperante. El público pudo ver algunos de los abusos que los afroamericanos han sufrido y, en algunos casos, siguen sufriendo, así como los efectos perjudiciales del racismo institucionalizado. También se mostraron algunas de las creativas maneras con las que esta comunidad ha afrontado el racismo y se ha opuesto a él: desde el ferrocarril subterráneo hasta la música blues, desde las protestas pacíficas hasta la participación en el voto por representantes que aboguen contra las injusticias.
Esto me conmovió y me inspiró para hacer un llamado a las personas que ven el racismo como un problema importante: debemos permanecer unidos y exigir un cambio para garantizar nuestra seguridad y la de las generaciones futuras. Podemos ayudar a crear un mundo en el que la raza de una persona deje de ser un problema o un obstáculo educándonos a nosotros mismos y a los demás para detectar y combatir el daño continuo.
La autora es estudiante en College of Saint Mary de Omaha, Nebraska y hace prácticas con las Hermanas de la Misericordia en el Departamento de Justicia.