Por la Hermana Honora Nicholson
Hoy celebramos la fiesta de María Magdalena, la mujer cuyo lugar en el círculo de amigos de Jesús fue atestiguado por los cuatro evangelios y cuyo apostolado es igual en todo sentido al de Pedro y Pablo. Sin embargo, a diferencia de Pedro, María nunca negó a Jesús y, a diferencia de Pablo, nunca lo persiguió. La Iglesia primitiva le otorgó el título de Apóstol de Apóstoles, siendo la primera en recibir la misión directa del Señor Resucitado para ir a predicar el Evangelio[1].
Hay mucho que decir sobre María Magdalena y, mientras somos testigos de una masacre tras otra, pienso que su mensaje actual tiene que ver con la belleza de su amistad y su amor por Jesús. Es la belleza de su presencia al pie de la cruz que, como escribe Elizabeth Johnson en She Who Is, «…es un sacramento de la propia fidelidad de Dios a Jesús moribundo, un testigo fiel de la esperanza de que no está totalmente abandonado». La de María es la belleza de un amor que «envuelve al que sufre para soportar el dolor… saber que no estamos abandonados marca la diferencia». Es la belleza y la ternura del dolor y el quebranto que la llevaron al sepulcro antes del amanecer buscando un bálsamo para su corazón destrozado.
La belleza, la auténtica belleza, desata el anhelo del corazón humano, el profundo deseo de conocer, de amar, de ir hacia el otro. Es lo que inspira lo mejor de nosotros. Esta es, para mí, la belleza del anhelo que atrajo a María Magdalena al sepulcro, donde se encontró con que el que se había apoderado de su corazón, el que había vencido a la muerte.
Una película que vi hace poco llamaba a este tipo de belleza, belleza inesperada[2]. Uno de los personajes de la película, interpretado por Helen Mirren, acompaña a una joven madre que se encuentra frente a la habitación de hospital donde yace su hija moribunda. La hija tiene seis años y padece una rara forma de cáncer. Después de ofrecer sus condolencias, Helen Mirren le dice a la mujer: «En medio de tu dolor y tu pena, intenta recordar que debes buscar la belleza inesperada». Con ello se refiere a la belleza que acompaña a la tristeza y a la pérdida. Se refería a la belleza del amor inquebrantable de esta madre, que no se acobardó ante su dolor, sino que permaneció firmemente al lado de su hija mientras ésta exhalaba su último aliento.
Poco después del trágico tiroteo en Uvalde, Texas, escuché la entrevista a un médico de urgencias de la ciudad en The Daily, un podcast del New York Times. Después de que el médico compartiera el horror y la devastación de tratar a algunos de los niños que fueron llevados al departamento de emergencias ese día, el reportero le preguntó: «¿Qué recordará de este evento?» Tras una breve pausa, el médico respondió: «Mientras viva, nunca olvidaré la belleza de los rostros de los demás médicos y enfermeras que se volcaron en amor para salvar a esos niños».
Esta es la belleza del amor de María Magdalena, un amor implacable que no renuncia a la vida, un amor que busca al amado incluso en un lugar de muerte y le escucha decir su nombre con ternura. Es esta belleza la que nos da esperanza; es esta belleza la que nos salvará.
«‘Dinos, María, ¿qué saliste a ver?’
‘La gloria de la resurrección…
Cristo, mi esperanza, ha resucitado.
Va delante, nos guía hacia Galilea’».
(Secuencia de Pascua)
[1] Sandra M. Schneiders, Written that You May Believe
[2] Belleza inesperada (Collateral Beauty), Netflix