Por Hermana Colleen O’Toole
He pasado las últimas semanas reflexionando sobre mis zapatos. Existe el estereotipo de que las monjas llevan zapatos cómodos. En general, es cierto, pero como hermana menor, intento ir más cómoda y con estilo en este momento de mi vida. Sin embargo, después de un año trabajando con infantes en edad preescolar y un verano asistiendo yo misma a la escuela, me encontré en el ortopedista quejándome de dolor en el pie.
Después de hacerme una radiografía y un examen, me dijeron que no me pasaba nada en los pies, ¡sólo que los había usado demasiado! El médico me recomendó elevación, reposo y un buen par de zapatos de apoyo. ¿Cuál fue la primera marca que me recomendó? La que llevan la mayoría de las hermanas mayores. Regateé hasta encontrar mis zapatillas de deporte, un poco anticuadas, sin estilo y sin sujeción, que habían estado acumulando polvo en el fondo de mi armario.
Mientras he estado usando zapatos que no combinan con nada más de lo que uso, he estado pensando en un regalo que recibí cuando hice mis votos perpetuos: una placa con un par de botas gastadas y la historia de las primeras Hermanas de la Misericordia, llamadas «Las Monjas Caminantes» Cuando se fundaron, las hermanas salían de dos en dos a caminar en busca de las personas necesitadas, visitando en sus casas a las personas enfermas y empobrecidas y visitando hospitales.
A menudo lo recordamos cuando nos acercamos a celebraciones como el Día de la Misericordia. Así que hice balance de dónde hemos estado mis zapatos y yo, monja caminante, en las últimas semanas.
Trabajo en un programa de educación preescolar (Head Start). Antes de que empiecen las clases, las/los docentes visitan a sus infantes que estarán en su aula. Tienen así la oportunidad de conocer a sus estudiantes en un entorno cómodo para las familias. Los padres de familia hacen preguntas sobre el papeleo o las rutinas escolares; las niñas y los niños suelen enseñar su juguete favorito, un dibujo especial o incluso a sus hermanas/os menores. Mientras mi compañera de trabajo y yo recorríamos en coche lo que parecía toda la ciudad de Búfalo, cruzábamos patios y subíamos y bajábamos escaleras de apartamentos para saber dónde vivían nuestras/os estudiantes, con quién vivían y cómo era su barrio.
Un fin de semana reciente, la parroquia a la que asisto celebró su día de campo anual. Me encontré de pie durante varias horas, con zapatos y guantes, mientras ayudaba a servir a una fila aparentemente interminable de personas con lo que parecía ser una cantidad muy limitada de comida. Como suele ocurrir, había comida para todas las personas. Después de que la gente comiera hasta saciarse, empezaron los bailes y los juegos.
También visito semanalmente a residentes de una casa para la tercera edad. Es un edificio grande y, debido a las diversas actividades y visitas, a menudo voy por los pasillos y ascensores en busca de mis residentes. Hay quienes pueden estar en el café social semanal o recibiendo terapia u organizando las bibliotecas de cada planta. Cuando están en sus habitaciones, a menudo me piden que me siente a visitarles. Si les sorprendo en otro sitio, puede que tenga que agacharme para hablarles. A estas alturas, me reconocen algunas empleadas y empleados, que intentan ahorrarme a mí y a mis zapatos un viaje extra por el pasillo.
La tradición de la Misericordia de buscar a las personas más necesitadas e ir al encuentro de la gente allí donde está, sigue viva, aunque de un modo diferente. Me he dado cuenta de que este cuidado práctico de la Misericordia por las demás personas ha estado en mi vida mucho más tiempo del que pensaba. Cuando estudiaba en el colegio Nuestra Señora de la Misericordia, en Rochester (Nueva York), veía a las hermanas buscar a sus estudiantes para hacer las tareas o conversar, recoger donativos para la campaña anual de Navidad para las familias de la zona e incluso subir los escalones semiprecarios de la gruta mientras la Corte de Mayo practicaba para la Coronación de Mayo. Como voluntaria de la Misericordia en Detroit, Michigan, he visto a hermanas caminar para manifestarse en contra de leyes de inmigración injustas, perseguir a estudiantes adultos de GED (Diploma de Secundaria) para que hicieran un examen práctico más y caminar penosamente por los escalones de nuestro sótano para arreglar nuestra lavadora estropeada. Tal vez sea hora de tragarme mi orgullo un poco más y comprometerme de lleno con un par de zapatos cómodos y fuertes para caminar. Aunque creo que levantarían una ceja al ver los colores, me gusta pensar que las primeras hermanas sonreirían al ver mis zapatos bien gastados.