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Dios me llamó, Dios siempre está conmigo, ¡Dios es todo para mí! 

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Por Larretta Rivera-Williams, RSM 

Aunque fui bautizada en la Iglesia Católica a las seis semanas de edad, asistía a la Iglesia Episcopal de San Esteban con mi madre y mi abuela cuando era más joven. Esperaba con gran expectación el momento en que Padre Smith levantara la gran hostia por encima de su cabeza y la partiera por la mitad mientras recitaba: «Este es mi cuerpo, que se rompe y se entrega por ustedes». El fuerte crujido de la hostia era hipnótico.    

Con el deseo de imitar las acciones de Padre Smith, mis amistades de la infancia solían acompañarme a jugar a la iglesia antes de jugar a la rayuela, a las piedras, al balón prisionero, a trepar a los árboles o a montar en bicicleta. Yo utilizaba la escalera de mano de la cocina como altar, unas galletas saladas como hostias, un vaso de plástico transparente y las vinagreras del armario de porcelana de mi abuela como vasos para el agua y zumo de uva Welch’s. 

Estoy convencida de que mis experiencias en la iglesia y mis colegas de juegos cooperativos fueron fundamentales para sembrar las semillas de mi vocación. Ningún miembro de mi familia, ni mis amistades o mis colegas de clase del instituto se sorprendieron cuando les dije que iba a entrar al convento. 

La primera religiosa consagrada que conocí vivía a una cuadra de mi casa y enseñaba en la escuela primaria católica. De niña, me intrigaba observarlas desde el porche de mi casa mientras barrían el porche, rastrillaban las hojas y plantaban flores. Las hermanas blancas eran estrictas y rara vez mostraban signos de afecto por sus estudiantes afroamericanos a quienes habían enviado al sur para enseñarles y, aparentemente, para disciplinarles. 

En el bachillerato, sentí un deseo abrumador de volver a la Iglesia católica con mi padre, tal vez porque las Hermanas de San José de Chestnut Hill, Pensilvania, me habían causado una impresión más amable e influyente. También fue la primera vez que una religiosa me dijo: «Creo que tienes vocación para la vida religiosa». Esas palabras abrieron mi mente y mi corazón a lo que se convertiría en un compromiso para toda la vida.   

Antes de conocer a las Hermanas de la Misericordia, consideré asistir a Chestnut Hill College. Una amiga del bachillerato me animó a visitar Sacred Heart College en Belmont, Carolina del Norte. Después de una visita de fin de semana en Sacred Heart, quedé cautivada por la naturaleza amistosa de sus estudiantes y el espíritu amable de las Hermanas de la Misericordia, así como por la proximidad a mi hogar.  

En la universidad, había considerado entrar al convento. Varias amistades de la universidad estaban en camino de ingresar con las Hermanas de la Misericordia. Después de la universidad, volví a dar clases en mi instituto, donde una vez más las Hermanas de San José se convirtieron en parte de mi vida. Algunas de las hermanas que me enseñaron seguían allí en el ministerio. 

Después de unos años de discernimiento y de seguir escribiendo a las Hermanas de la Misericordia, me quedó claro que la Misericordia era donde debía estar. El proceso de ingreso fue acogedor, alentador y emocionante.  

Sin embargo, en mi primera semana de formación en 1982, me desilusioné y pronto me encontré en un ciclo de microagresiones que soporté durante años. Me ha llevado bastante tiempo sanar, recuperar mi voz, revitalizar mi fuerza interior, decir sin miedo mi verdad, recuperar mi integridad y darme cuenta de que siempre he sido lo suficientemente buena para esta vida.  

He tenido numerosas oportunidades y logros. He apreciado buenas amistades y atesorado momentos memorables. Sin embargo, tres recuerdos rápidos me han mantenido fiel a mi vocación: 

  • Oración: Dios me llamó a la vida religiosa; Dios siempre está conmigo; ¡Dios es todo para mí! 
  • «Recuerda que primero son mujeres y luego monjas». – Elizabeth Rivera Ervin, mi madre.    
  • «Hagas lo que hagas, no dejes que intenten hacerte blanca». – Joseph Gossman, anterior obispo de la diócesis de Raleigh. 

Mi lema es Ten valor en memoria mía. Una hermana me preguntó por qué necesitaba valor para ser Hermana de la Misericordia. Quizás escriba un artículo titulado ¿Por qué se necesita valor? 

Hasta entonces, ¡gloria a Dios!