Por la Hermana Diane Guerin
El llanto de un recién nacido rompe la tranquilidad de la noche. Una estrella brillante disipa la oscuridad. Voces de ángeles llenan el aire. «¡Gloria a Dios en lo alto y en la tierra paz a las personas amadas por él!» resuena en el cielo cristalino. La noche que antes estaba quieta ya no lo está. En este mundo, la Palabra se hizo carne, Jesús nació y eligió habitar entre nosotros.
Existían guerras y divisiones; se excluía a la gente por su clase, raza e identidad étnica; los pobres y los desheredados eran empujados a las márgenes e ignorados. Este Mesías eligió nacer hace siglos en un mundo quebrantado, no muy diferente del nuestro.
El pueblo que caminaba a oscuras vio una luz intensa, los que habitaban un país de sombras se inundaron de luz. (Is. 9,2)
De las espadas forjarán arados; de las lanzas, hoces. No alzará la espada pueblo contra pueblo, ya no se adiestrarán para la guerra. (Is. 2,1-5)
El desierto y la tierra reseca se regocijarán, el arenal de alegría florecerá, como flor de narciso florecerá, desbordando de gozo y alegría. (Is. 35,1-2)
Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como ciervo el tullido, la lengua del mudo cantará. (Is. 35,5-6)
El pueblo encontró esperanza en las palabras del profeta Isaías y esperó con expectación al Mesías prometido.
Algunos imaginaban un guerrero o un rey que atacaría las estructuras opresivas y los sistemas injustos. Otros, esperaban, creyendo en las promesas, pero sin saber en qué forma se cumplirían. No es de extrañar que muchos se asombraran cuando Jesús de Nazaret afirmó ser el Hijo de Dios, el enviado para curar las heridas de la división, la violencia y la injusticia. La presencia acogedora, pacífica y no violenta de Jesús era incomprensible para muchos.
A menudo hablamos de «momentos educativos». Jesús perfeccionó ese concepto en todo lo que hizo. Sanando a quebrantados, ya sea en el cuerpo o en el alma, enfrentándose a los fariseos con la verdad, enseñando a sus apóstoles con paciencia, reconociendo a las mujeres que encontraba, saludando y acogiendo a cada persona. Cada acción fue inclusiva, sin prejuicios y sin violencia.
Compartimos muchas de las mismas preocupaciones con los contemporáneos de Jesús. La injusticia, el racismo, la guerra y la exclusión llenan nuestras noticias. Puede que nos encontremos «caminando por un país de sombras» y luchando por ver la luz. Nuestra fe nos dice que «se despegarán los ojos del ciego» y que con el tiempo la «tierra reseca se regocijará».
No podemos permitirnos el lujo de la inacción. La Encarnación, el Dios que habita entre nosotros, sucede cada día. Lo presenciamos en nuestras familias, nuestros ministerios, nuestros sistemas políticos y en nosotros mismos. Si creemos que Dios mora en cada persona, no hay más remedio que responder. Encontrar la fuerza interior y el coraje para encontrar soluciones no violentas que respondan a cada situación que se nos presenta.
En el Adviento, también nosotras esperamos con alegre esperanza. ¿Cuál es nuestra expectativa? ¿Acogemos a Jesús como profeta de la no violencia? ¿Cómo nos sentimos nosotras, que profesamos en nuestra preocupación crítica por la no violencia, retadas a vivir este compromiso cada día? ¿Cómo dan testimonio nuestras opciones e interacciones de nuestra creencia en el poder transformador de la no violencia?
La noche del nacimiento de Jesús, la quietud de la noche se transformó en cantos de alegría, y el mundo cambió para siempre. Esa noche, «la palabra se hizo carne» y eligió «habitar entre nosotros». Esta realidad se encarna en nosotras cada día y en cada persona que nos rodea. Revelar esta presencia, abrazar su invitación y responder pacíficamente a su llamada es nuestro mandato. La fuerza de nuestra creencia, la resistencia de nuestra esperanza, nos empuja hacia adelante para ayudar a dar forma a un nuevo mundo que contemple la paz y la no violencia como una posibilidad real. Nos regocijamos con el corazón agradecido.