Por Joanne Castner, Asociada de la Misericordia
La experiencia de Inmersión Fronteriza de la Misericordia en El Paso, Texas, y Ciudad Juárez, México tuvo lugar del 8 al 13 de mayo de 2022. La siguiente es una de una serie de cuatro reflexiones de una de las participantes en esta experiencia.
El 8 de mayo de 2022, trece de nosotras provenientes de todo Estados Unidos nos reunimos en la sala de estar de la Casa de la Misión de San Columbano en El Paso, Texas, para dar comienzo a un viaje de inmersión que nos reuniría con personas que buscan formas de organizar sus comunidades y mejorar las condiciones de vida de los más necesitados, y para descubrir la razón por la cual tantas personas de otros países buscan cruzar las fronteras de nuestra nación.
Rubén García, es el fundador y director ejecutivo de Casa Anunciación, una red de albergues que lleva más de 40 años ayudando a migrantes, proporcionándoles alimento y alojamiento seguro hasta que puedan reunirse con sus patrocinadores. Él se reúne periódicamente con la Patrulla Fronteriza, con ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos) y con la Seguridad Nacional para saber cuándo se libera a migrantes que están detenidos y organiza un transporte seguro a uno de los refugios.
Carlos Marentes, director del Centro de Trabajadores Agrícolas Fronterizos de El Paso, nos explicó las difíciles condiciones en las que se encuentran los jornaleros agrícolas mexicanos. Nos enteramos de que en el pasado, antes de que estos trabajadores subieran a los camiones que los llevarían a granjas de Estados Unidos, se les exigía que se desnudaran para ser rociados con DDT. Carlos nos mostró un cubo de cinco galones lleno de chiles; un jornalero gana 65 centavos por cada cubo. Para ganar el salario mínimo tendría que llenar 100 cubos al día. Nos recordó que la comida es sagrada, y nos instó a tener presente que la gran mayoría de nuestros alimentos son cosechados por trabajadores indocumentados que trabajan por poco dinero en condiciones deplorables.
La Red Fronteriza para los Derechos Humanos defiende a personas de ambos lados de la frontera. Antes de 1996, la frontera era considerada una región, no dos países separados. Los habitantes de esta zona se movían libremente a través de la línea para trabajar, comprar y visitar a sus familiares. Luego, la legislación estadounidense cambió y ahora quienes cruzan la frontera sin documentación son acusados penalmente. La primera infracción es un delito menor; la segunda ya es un delito grave. El lenguaje en torno a los migrantes también ha cambiado: ahora se les llama «criminales» e «invasores».
Anna Hey, abogada de inmigración de la Diócesis de El Paso, nos explicó lo fracturado que está nuestro sistema de inmigración. Los mexicanos que recibieron aprobación para entrar legalmente a Estados Unidos hasta el mes pasado, habían esperado 22 años para entrar. Debido a los enormes retrasos en nuestro sistema, los mexicanos adultos que presenten hoy su documentación para entrar al país tendrán que esperar al menos 40 o 50 años antes de que sus casos sean atendidos. En los tribunales de algunas ciudades, más del 85 por ciento de los casos de inmigración son aprobados; en otros, menos del 10 ciento. Dado que los casos se juzgan según las mismas leyes federales, esta discrepancia es preocupante.
Viajamos a México para pasar tiempo en Juárez y Anapra una clínica para niños con necesidades especiales y reunirnos con el padre Bill Morton, que nos contó la historia de una aldea destruida por la codicia de una familia rica mexicana. También estuvimos con la Hermana Betty Campbell, que nos enseñó el monumento que ha dedicado a aquellas personas que han perdido la vida en la frontera, y pudimos observar la valla de alambre de púas en el Puente Internacional que impide a solicitantes de asilo pisar suelo estadounidense.
Para mí, la parte más emotiva de este viaje fue la visita al muro. Viajamos a una zona del desierto de Nuevo México, a unos 20 minutos al oeste de El Paso. Ante nosotras se alzaba una estructura gigantesca de color óxido que alcanza los nueve metros de altura y se extendía de un extremo a otro del horizonte. Cuando nos acercamos al muro, un grupo de niños pequeños vino corriendo desde el otro lado, extendiendo sus manos hacia nosotras mientras dos perritos corrían de un lado a otro entre los listones de la valla. Los niños estaban descalzos en una zona sembrada de basura, y se alcanzaban a ver a cierta distancia las estructuras de bloques de hormigón en las que viven.
Algunos de los que iban con nuestro grupo se quedaron para hablar en español con los niños, pero yo tuve que alejarme. Me asaltó un sentimiento de culpabilidad y complicidad por el hecho de que yo, como ciudadana estadounidense, fuera en cierto modo responsable de esta atrocidad. Me alejé un poco y miré la cordillera cercana. A mi derecha, el muro subía y superaba la cresta. A mi izquierda, una enorme cruz blanca, erigida años antes por un misionero. ¡Qué metáfora del bien y del mal!