Por Catherine Walsh, especialista en comunicaciones
Vivir en cuarentena con mis padres en Cape Cod durante la pandemia de coronavirus es un regalo inesperado en mi vida. Por primera vez en 35 años, sus vidas y la mía se conectan diariamente de una manera gratificante y que invita a la reflexión, y el mar cercano se ha convertido en una fuente de consuelo para todos nosotros durante esta inquietante época.
Nuevos ritmos guían mis días. Antes del coronavirus, apretujaba una rápida caminata o trote antes de un viaje de 45 minutos desde mi casa en el área de Boston hasta mi trabajo en la oficina de las Hermanas de la Misericordia del Noreste en Cumberland, Rhode Island. Ahora comienzo mis mañanas caminando o corriendo en la playa, o montando en bicicleta, bebiendo los colores y estados de ánimo cambiantes del océano. Luego tomo un café con mi madre y me voy a trabajar a una habitación libre.
A veces el contraste entre mi silencioso despacho y las historias que cuento sobre las Hermanas de la Misericordia y sus ministerios durante la pandemia es muy fuerte. Una monja de Albany compartió recientemente cómo está «trabajando con vehemencia» para ayudar a la gente hambrienta a conseguir lo suficiente para comer en dos bancos de alimentos y un comedor de beneficencia que ella supervisa. Una religiosa en East Harlem, que ha trabajado con inmigrantes latinoamericanos —muchos de ellos indocumentados— durante casi 30 años, les está ayudando a conseguir comida y otros productos necesarios porque muchos han perdido sus trabajos en restaurantes y como limpiadores o niñeras.
En el almuerzo y al final del día, alterno entre caminar en la entrada con mi padre, un plomero jubilado que se está recuperando de un derrame cerebral, y caminar en el patio trasero lleno de narcisos con mi madre, una enfermera que se está recuperando de un cáncer. Sus problemas de salud nos han enseñado a mis siete hermanos y a mí lecciones para adaptarnos a una vida más confinada y limitada que son útiles durante la pandemia.
Mientras que mis padres una vez viajaron mucho para visitar a sus lejanos descendientes y para explorar el mundo, ahora se divierten con placeres más simples: visitas de sus hijos y nietos (con el apropiado distanciamiento social), buenos libros y misa en vivo, un paseo por la histórica Ruta 6A del Cabo.
Uno de mis hermanos recoge comida y otros productos necesarios necesidades para mis padres y para mí. Otros hermanos entregan comidas caseras y para llevar. (Estoy evitando los lugares públicos para proteger la salud de mis padres). Yo que soy una vegetariana quisquillosa que una vez corrió a la tienda cuando necesitaba hongos secos y comía fuera con frecuencia, me maravilla la gratitud de mis padres por los alimentos disponibles en las tiendas vaciadas y por las cenas que sus hijos les proporcionan. Me esfuerzo por seguir su ejemplo.
La aceptación de mis padres de los inconvenientes de la cuarentena se debe a su educación como hijos de inmigrantes irlandeses y a la Gran Depresión. Ellos saben que la vida no es fácil. Ellos celebraron su 60º aniversario el verano pasado en parte porque se enfrentaron a los retos del matrimonio y de una gran familia que ahora incluye 20 nietos. El otro día me di cuenta de que ninguno de mis padres nunca ha vivido solo, como me ha sucedido a mi desde que me gradué de la universidad a mediados de los 80. Siempre han tenido que ser indulgentes con los demás, «soportándose mutuamente en el amor», como dice San Pablo. Vivir con ellos en cuarentena me hace sentir en casa, a mí, que todavía espero encontrar un marido, la importancia del compromiso y el humor, del perdón y la amabilidad.
Tener la compañía de mis padres también me reconforta en formas que no sabía que necesitaba. Nunca he pensado en mí misma como una persona solitaria, pero me siento vigorizada por su presencia. Qué agradable es hablar con ellos de todo tipo de cosas, incluso de las noticias angustiosas del día que vemos juntos cada noche, y compartir las tareas y placeres diarios de la vida.
Cuando era niña, mi familia acampaba en el Cabo en un remolque carpa en el cual entrábamos nosotros 10 en sus eficientes dependencias. Los días se extendían hasta la eternidad en las playas mientras jugábamos al wiffleball, leíamos libros de la biblioteca y nos dábamos un festín de sándwiches llenos de arena y bebidas calientes. Sin ser demasiado nostálgica, trato de hacer memoria de la simplicidad sin prisas, para recordarme a mí misma que debo disfrutar de este tiempo más lento.
Mientras la pandemia de coronavirus causa estragos en nuestro mundo, me recuerda que cada día —de hecho, cada respiración— es un regalo. Una de las alegrías de la edad adulta, si tienes suerte, es acercarte a tus padres. Este tiempo inesperado con ellos es precioso para mí. Observarlos a ellos y al océano, cada día, me proporciona lecciones sobre el cambio y la permanencia, la belleza y la esperanza. Durante la misa de la Vigilia Pascual, me llamó la atención la primacía del mar en el relato de la creación del Génesis y cómo se convirtió en parte de algo que Dios llamó «bueno». Ruego que el caos del coronavirus ceda el paso a la curación y a una nueva vida para todos nosotros.