Por Marianne Comfort
Son un poco antes de las 7 de la mañana, y estoy examinando a la gente que está en la estación de autobuses para identificar con quién quiero hablar. ¿Tienen maletas? ¿Tienen boletos en mano? ¿O parece que están esperando la llegada de un familiar?
Dependiendo del día, puede haber algunas personas, un padre y un hijo, o un grupo completo de familiares que parecen ansiosos por saludar a alguien. Ensayo algunas frases en español mentalmente por última vez, luego me acerco, me presento como voluntaria que está con un grupo que ayuda a inmigrantes y les pregunto si están esperando el autobús que viene desde la frontera.
Les entrego un pedazo de papel que tiene números de teléfono a los que pueden llamar para pedir ayuda con ropa, inscripción escolar, transporte a las citas, e información legal y médica. Tan pronto como llega el autobús, me quedo mirando los abrazos, las lágrimas y las fotos que documentan la ocasión de esta reunión, que a veces están poniendo fin a décadas de separaciones.
Mi participación en una red nacional de «personas que dan bienvenida a viajeros de autobús» no está cambiando la política o las condiciones de los centros de detención o el sentimiento antinmigrante demasiado común en muchos lugares de este país. Pero estamos haciendo saber a inmigrantes que les damos la bienvenida en nuestras comunidades y que hay recursos para ayudarles a establecerse.
Con el grupo que se llama a sí mismo“«Tías y abuelas enojadas del Valle del Río Grande»” recibido el prestigioso «Premio Robert F. Kennedy por los Derechos Humanos» en junio, esta red de voluntarias está recibiendo cierta atención. El grupo de Texas, llamado así por cómo se sentían las ocho mujeres fundadoras como tías y abuelas, ayuda a migrantes en el primer tramo de sus viajes desde la frontera hacia organizaciones patrocinadoras por todo Estados Unidos. Revisan los boletos de autobús, explican las rutas a menudo complicadas y avisan a migrantes de que pueden usar los baños de la estación y las fuentes de agua de forma gratuita.
Otras voluntarias, entre ellas las hermanas y asociadas/asociados de la Misericordia, trabajan en otras estaciones de autobuses, ofreciendo comida y ropa a migrantes en las paradas de escala o recibiéndolos en sus destinos finales. Los voluntarios de las localidades más al sur alertan a los de más al norte sobre los migrantes que se dirigen hacia ellos y de las necesidades que puedan tener.
Cuando me dispuse a hacer un cambio, mi esposo se refería a ello como mi deber de «Ferrocarril Subterráneo», y aunque no estamos en el mismo peligro que los voluntarios que acompañaban a los esclavos hacia la libertad antes de la Guerra Civil (estadounidense), tomamos precauciones similares cuando ayudamos a migrantes en busca de seguridad en nuevas comunidades. Por ejemplo, no hacemos pública nuestra actividad por miedo a alertar a la gente que quiera acosar a los recién llegados.
No todos los migrantes tienen amigos o parientes que los conocen. Así que mientras busco posibles patrocinadores en la estación de autobuses, también busco a quién se baja de cada autobús. Si no tienen bolsas y se aferran a sus sobres manila de aspecto oficial, es probable que estén buscando ayuda después de un viaje de varios días desde Texas, Nuevo México o Arizona. Les ofrezco un teléfono para llamar a un pariente o amigo, les compro algo de comida en una tienda cercana o, si están enfermos, los llevo a consultar a un médico que forme parte de nuestra red.
Tengo un nivel de español bastante limitado, por lo que no puedo mantener conversaciones prolongadas con los miembros de una familia o con los propios pasajeros. Pero siempre hay sonrisas a su alrededor y expresiones de «muchas gracias» que a los estadounidenses les importaría lo suficiente como para saludarles y hacerles saber que tienen ayuda a su alcance.