Una mujer filipina reflexiona sobre el Evangelio de Marcos
Por Catherine Punsalan-Manlimos, asistenta del presidente para la integración de la misión de la Universidad de la Misericordia de Detroit
Amarás al prójimo como a ti mismo. (Mc 12, 31; Lev 19, 18)
Mientras reflexionaba una vez más en lo que había leído atentamente a través de la lente de mi identidad como mujer, me sorprendí en la línea del Evangelio de Marcos sobre el amor al prójimo y a mí misma. Siempre he encontrado ese pasaje algo desconcertante y he tenido que realizar algunas gimnasias mentales importantes para encajar lo que yo entendía, las enseñanzas de Jesús y mi propia experiencia.
En gran parte de mi vida, si hubiera tomado el versículo literalmente, habría sido de lo peor con mi prójimo. Como filipina, por mucho tiempo yo había sido programada a anteponer las necesidades de los demás, algo que he llegado a entender como el condicionamiento de la mayoría de las mujeres en todo el mundo. Sin embargo, una lectura rápida de la literatura sobre las experiencias actuales de las filipinas —por ejemplo, la literatura sobre la migración laboral filipina— subraya que las filipinas siguen muy programadas culturalmente al autosacrificio a expensas de su propio florecimiento. Tal condicionamiento se debe tanto a la predicación en las iglesias como a las expectativas familiares. Por ello, amar a mi prójimo como a mí misma sería en gran medida desatender sus necesidades. Seguramente esto no es lo que Jesús quiso decir.
También hoy para muchas mujeres el texto debe leerse ámate a ti misma como amas a tu prójimo. Francamente, así es como lo he estado leyendo la mayor parte de mi vida. Dicho esto, se me eriza la piel ante la idea de que, de algún modo, las mujeres tienen que apaciguar la preocupación por el prójimo para poder cuidarse a sí mismas. Quiero sugerir, en cambio, que deben suceder dos cosas para acercarnos a lo que quiere Jesús para todas nosotras. Aquellas de nosotras condicionadas culturalmente en anteponer el amor al prójimo antes que atender nuestras necesidades, quizás deberíamos dedicar un tiempo para indagar qué significa amar al prójimo. En las relaciones donde el sacrificio y el olvido de sí misma son unilaterales, ¿es genuino amar sin desafiar a otra persona a estar a la altura del llamado de amar al prójimo como a sí misma? ¿Es genuinamente amoroso dejar que el egoísmo, el acoso o el simple egocentrismo que no sabe atender las necesidades de otro persistan en una persona? ¿No es amoroso insistir en que otro aprenda a ver tus necesidades como una forma de liberarlo de su egoísmo?
Para quienes las culturas han dado privilegios consistentemente —ya sea por género, raza, clase, religión u orientación sexual— leí este pasaje como una invitación a trabajar en renunciar a privilegios no adquiridos e incluir a quienes durante tanto tiempo han sido excluidos. Hacerlo no es solo un acto de amor al prójimo, también de amarse a sí misma. La inclusión de una diversidad de voces, experiencias y sabiduría, obras y habilidades, beneficia no solo a quienes al final no solo son capaces de arrojar luz sobre los dones que poseen y aportan, sino también a quienes durante mucho tiempo se han privado de esos dones para desatender a un prójimo que es distinto a ellos mismos.
Siento que la sabiduría obtenida de la experiencia vivida en el inferior es uno de los dones de atender el carisma de las Hermanas de la Misericordia en una institución con doble patrocinio como la Universidad de la Misericordia de Detroit. Mientras que la Compañía de Jesús volvió a atender a los marginados como parte integral de su proyecto educativo durante el liderazgo del difunto Padre Pedro Arrupe, las Hermanas de la Misericordia siguieron guiadas por una preocupación especial hacia las mujeres y los pobres.
Hay una parte de mí que no deja de pensar que esto no debería sorprender a una comunidad de mujeres que han vivido y posiblemente continúan viviendo en el inferior de una Iglesia patriarcal. Catalina McAuley aprendió y enseñó que en las periferias, entre los más vulnerables, se puede ver el rostro de Cristo. Las experiencias de ser marginados, subestimados y desapercibidos y, sin embargo, vivir, ser y actuar con dignidad son un recurso poderoso para educar estudiantes en la competencia profesional junto a la compasión y la atención.