Por Hermana Katherine Doyle
Hace unas semanas, mientras caminaba por una calle de Filadelfia, me encontré con lo que parecía ser un enorme esqueleto de cuatro metros de alto parado en la esquina. Aquel encuentro inesperado me hizo reflexionar sobre las razones por las cuales Halloween es una fiesta tan popular en Estados Unidos. Aunque la posibilidad de recoger muchos caramelos podría ser una de ellas, quizás haya otra: el deseo de conectar con aquellas personas que nos han precedido. La enseñanza de las «tres muertes» nos recuerda que la primera muerte es el momento en que uno fallece; la segunda, el momento del entierro; y la tercera, cuando el recuerdo del difunto se desvanece. La memoria es un don precioso. Nos mueve a través del tiempo, uniéndonos a quienes nos han precedido. La tradición celta habla de los «lugares delgados», que son aquellos en donde los espíritus de los muertos se mueven entre el cielo y la tierra. La memoria es un lugar así.
Las celebraciones de Todos los Santos y Santas, y la de Fieles Difuntos nos invitan a recordar el testimonio y la cercanía de nuestros familiares fallecidos, hermanas, amigos y todas aquellas personas que han tocado nuestras vidas. La tradición hebrea nos enseña que «recordar es hacer presente». La celebración del Día de Muertos ejemplifica ese entendimiento, ya que se traen fotos de difuntos queridos a un altar de oración, se encienden velas y se comparte la comida. Pero no es lo mismo que la práctica actual de Halloween. Es una expresión de fe en nuestra creencia en la comunión de los santos y santas, en nuestra creencia de que la vida no se acaba, sino que se transforma en la muerte.
Este año mi fe en nuestra comunión en Cristo Jesús se ha visto alimentada por la experiencia de muertes familiares. Mi hermano y su nieto de 10 años murieron con pocas semanas de diferencia. Ambos de manera inesperada. El conocimiento de que aún estaban con nosotros en Cristo Jesús llevó a la familia a través de la tristeza y el dolor de la pérdida. Es en nuestra oración para y con ellos que nos reunimos de una manera profunda. Lo mismo ocurre con todos los santos y santas. Les rezamos porque son como luces que nos muestran el camino de la santidad. Emulamos sus acciones en favor de la justicia, su fidelidad frente a los desafíos, su constancia tanto en tiempos de oscuridad como de luz. A través de sus vidas, descubrimos cómo actúa Dios en la nuestra y nos sentimos más en sintonía con el Espíritu que se mueve en medio nuestro. Nuestros santos y santas son compañeros, compañeras y también testigos, testigas.
En estos días de perturbación y violencia global, el testimonio de personas como los Monjes de Tibhirine, San Francisco y su visita al Sultán, o las cuatro mujeres mártires de El Salvador, nos desafían a hacer lo que podemos por la paz y la justicia. A medida que avanzamos en la Misericordia, buscando responder a las necesidades de nuestro tiempo, encontramos coraje e inspiración en las vidas de las hermanas que nos han precedido, no sólo nuestras madres fundadoras sino nuestras hermanas contemporáneas, mujeres como Hermana Marie Chin nos dan testimonio de interculturalidad; Hermana Gerri Naughton nos muestra cómo caminar en solidaridad con inmigrantes; Hermana Mary Sullivan alimenta nuestro amor por Catalina y por la Misericordia. Nuestro fervor se reaviva cuando volvemos a recordarlas.
La Iglesia ofrece una segunda fiesta, la de Todos los Santos y Santas, para nuestra reflexión. Una vez, uno de mis mentores me dijo que él pensaba que el purgatorio empezaba ahora con el sufrimiento de la vida, como un tiempo de desprendimiento, un tiempo de amor purificador que te lleva a ver sólo a Dios. Despoja de la autosuficiencia, del deseo de estatus, control o popularidad. Es el momento en que más necesitamos la oración de los demás para que nos sostenga en el camino, para que nos dé fuerzas para llevar la cruz del sufrimiento. Todos nos movemos en ese misterio. En la intemporalidad de Dios, no podemos decir cuándo se completa esa transición. Sólo sabemos que debemos rezar unos por otros o, como dicen nuestras Constituciones, elevar «oraciones en memoria de los difuntos». Así que «con todos los santos y santas que de sus trabajos descansan» unámonos en oración en gozoso agradecimiento por cada santo y santa que vive en nuestros corazones y en nuestras vidas.