Por Hermana Carolyn McWatters, RSM
«La humanidad aguarda ansiosamente que se los hijos de Dios salgan a la luz. Ella fue sometida al fracaso, no voluntariamente, sino por imposición de otro; pero esta humanidad, tiene la esperanza de que será liberada de la esclavitud de la corrupción para obtener la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Sabemos que hasta ahora la humanidad entera está gimiendo con dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos por dentro esperando la condición de hijos adoptivos, el rescate de nuestro cuerpo. Con esa esperanza nos han salvado. Una esperanza que ya se ve, no es esperanza; porque, lo que uno ve no necesita esperarlo».
Romanos 8, 19-24
El tema elegido para la celebración del Tiempo de la Creación de este año es «Esperar y actuar con la Creación», basado en este pasaje de las Escrituras.
Reflexionemos un poco sobre el significado de la palabra «esperanza».
Tal vez podríamos recordar las pequeñas cosas cotidianas que esperamos: Espero que haya poco tráfico de camino a casa esta noche. Espero que todavía me quede bien el vestido que me compré el año pasado. Espero que tengamos nieve este invierno. Espero que mi equipo llegue al campeonato. ¡Espero que haya helado de postre!
Cada persona puede elaborar su propia lista de esperanzas, cuyos resultados están probablemente fuera de nuestro control y, en última instancia, son intrascendentes. Estas esperanzas van y vienen, y está claro que no nos jugamos la vida por ellas.
Sin embargo, la esperanza a la que se refiere nuestro tema es muy diferente. Es una esperanza más acorde con la que se menciona en el pasaje de la Escritura que acabamos de escuchar. Se basa en pruebas concretas de que todas las personas estamos unidas y nos dirigimos hacia la gloria. Son GRANDES esperanzas. Esperamos que nuestro mundo pueda encontrar el camino hacia la paz; que los niños no se vayan a dormir con hambre; que la abundancia de las cosechas se distribuya equitativamente; que todas las personas tengan acceso a una vivienda asequible y a puestos de trabajo que puedan mantener a sus familias. Esperamos que nuestro planeta sea sano y sustentable para las generaciones venideras; que nuestras vidas personales signifiquen algo y que importe quiénes somos. Estas son las esperanzas que fijan nuestra mirada en algo mucho más profundo y orientado al futuro, en cosas que no se alcanzan fácilmente. Estas son las esperanzas que nos conmueven el alma, las esperanzas que importan profundamente, las esperanzas por las que tal vez nos jugaríamos la vida.
La esperanza cristiana es lo que la Iglesia denomina una de las tres virtudes teologales. Teologales significa que están conectadas con Dios y nos dicen algo sobre Dios. La esperanza religiosa se basa en lo que Dios nos ha prometido: que nos ama infinitamente; que pertenecemos a Dios y reflejamos a Dios, al igual que todos los pueblos y toda la creación; que nuestro destino es conocer la vida abundante tanto ahora como en el mundo venidero.
El amor hace posible y sostiene la esperanza. Me resulta difícil imaginar vivir con esperanza sin la sensación de estar en un universo benévolo y en manos de un Dios amoroso. Si sé que se me ama personalmente, experimento una paz y una sensación de seguridad en mi alma que me fundamenta y me expande. Es lo que me permite creer más en mí, arriesgarme e intentar cosas nuevas y diferentes. La esperanza cristiana se fundamenta en la evidencia que tenemos del amor sin límites de Dios, concretado de la manera más clara en la persona de Jesucristo. Conociendo este amor, nos convencemos de que es un don siempre nuestro y destinado a todas las personas y a todas las criaturas. Hemos recibido la llamada a compartirlo y a convertirlo en fuente de vida y esperanza para las demás personas. La esperanza ofrece energía para la positividad y la acción.
La esperanza es, en parte, la voluntad de vivir y prosperar. La naturaleza ofrece claros ejemplos de esta tenaz búsqueda de la vida. Algunos insectos y criaturas acuáticas recuperan partes de su cuerpo. Los bosques talados y quemados vuelven a crecer. Las especies cuyo hábitat ha sido alterado o destruido se adaptan a menudo de forma maravillosa. ¿Y quién de nosotras no ha visto en las grietas de las aceras de hormigón hierbajos y flores que se elevan hacia la luz del sol?
Al mismo tiempo, vemos demasiados ejemplos en todo el planeta del lamento de la creación, un lamento causado en gran parte por nuestras acciones egoístas e insostenibles. Las especies se han extinguido y se están extinguiendo; se tala la tierra, destruyendo los árboles que son los pulmones de la Tierra; las industrias extractivas contaminan las corrientes de agua y emiten sustancias químicas al aire, perjudicando la salud de las personas más vulnerables; los plásticos están echando a perder nuestros océanos y dañando a sus criaturas; las temperaturas están en máximos históricos y los fenómenos climáticos catastróficos son habituales; y la lista continúa. Papa Francisco nos ha suplicado que escuchemos, que escuchemos de verdad los clamores de la tierra y los clamores de quienes se ven desproporcionadamente afectados, las personas más empobrecidas, y que sintamos y entremos en su sufrimiento. Porque otra gran verdad, a menudo no reconocida, es que cada pedacito de la creación está conectado en una gran red de vida, y lo que hacemos o dejamos de hacer afecta a todos los demás, para bien o para mal.
La esperanza nos permite ser firmes en medio de la adversidad y, como los seres humanos somos la causa de la mayor parte de este sufrimiento ecológico, exige de nosotras/os un cambio. La esperanza cristiana alimenta la acción transformadora. Los primeros frutos de la esperanza nacen cuando unimos nuestras fuerzas a las de otras personas para empezar a hacer visibles los cambios que buscamos. Nuestro optimismo se basa en una esperanza viva que reconoce que todo está ordenado para la gloria de Dios, que la creación está comprometida en un gran acto continuo de dar a luz, en el camino hacia la plenitud y la liberación últimas.
«Esperar y actuar con la creación», es una llamada de atención para que los seres humanos nos asociemos con la creación, escuchándola y aprendiendo su sabiduría, para crear un mundo en el que todas las formas de vida sean veneradas y valoradas y se les ayude a alcanzar su propósito y su potencial. Esto es por lo que debemos apostar nuestras vidas, o de lo contrario nos arriesgamos a una devastación irreversible.
Si amo este mundo creado, y me reconozco como parte de él, no por encima o distinto de él, entonces conozco la afinidad y la fuerza de la interconexión, y reconozco que vivimos o morimos juntamente, como UNO. Debemos ocuparnos de la sanación y la restauración. Necesitamos ver los esfuerzos de otras personas que también tienen esperanza para avivar las brasas de la nuestra. De este modo, la esperanza es contagiosa, puede encender fuegos de acción y puede cambiar el mundo.
Y por eso les pregunto: ¿Queremos mostrar nuestro amor y reverencia por el planeta Tierra, nuestra Madre? ¿Queremos que nuestras vidas hagan una diferencia para el bien de nuestro planeta, nuestra descendencia y las generaciones venideras? ¿Queremos apasionarnos por todo lo que es bueno y vivificante?
Vivamos, pues, como personas de esperanza. Animémonos mutuamente en nuestra esperanza, y dejemos que nuestra esperanza sea contagiosa. Comprometámonos en acciones, grandes o pequeñas, que ayuden a hacer realidad esta nueva creación. Que la Iglesia diga: ¡Amén!