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Por Hermana Jan Hayes 

Jesús, viendo a su madre y al lado al discípulo predilecto, dice a su madre: – Mujer, ahí tienes a tu hijo. Después dice al discípulo: – Ahí tienes a tu madre. Y desde aquel momento el discípulo se la llevó a su hogar. 

Juan 19: 26-27

El de Juan es el único Evangelio que presenta a María al pie de la cruz, y es en ese lugar en donde es confiada al cuidado del discípulo predilecto de Jesús. 

Este gesto desgarrador de «desprenderse», de confiar a su madre a su amado discípulo, es el último acto de la relación de Jesús con María antes de su muerte. Presenciar un gesto tan tierno, en medio de gran sufrimiento, debe haber dicho mucho a sus amigos y seguidores del amor de Jesús por ella y de la confianza en su amigo.  

Casi dos mil años después, para quienes estamos al pie de la cruz en oración, el hecho no resulta menos conmovedor. El Espíritu conduce la mirada de nuestra mente a esta tierna escena en medio de una agonía total. «¡Cómo debió amarla –pensamos–, y cómo debió confiar en su discípulo amado!». Con esa intuición, nuestro corazón puede preguntarse: «¿Me habría entregado Jesús a su madre para que la amara y protegiera en ese momento tan vulnerable?». Más aún: «¿Hay otras personas a mi alrededor a las que Él ama y a las que me pide que cuide?». 

Una nueva relación 

¿Fue ese el momento en el que María se convirtió en nuestra madre espiritual, en esa presencia maternal y femenina que identificamos en las numerosas oraciones, rituales y obras de arte que muestran su imagen? El papel de la Virgen en la tradición católica es muy significativo. Ella está en todas partes: en los misterios del Rosario, en las Devociones Marianas, en los vitrales y en las grandes obras de arte. Sus numerosas advocaciones figuran en iglesias católicas, escuelas parroquiales, colegios, universidades y hospitales de todo el mundo. No demos por sentada esa presencia mariana. En los últimos momentos de su vida, Jesús nos hizo el gran regalo de una relación con su propia madre hasta el final de los tiempos. 

Pero hay más. La última frase de este pasaje del Evangelio de Juan nos dice: «Y desde aquel momento el discípulo se la llevó a su hogar». 

En 1987, durante mi año de noviciado, recibí un curso de mariología con el padre Patrick Gaffney, SMM, sacerdote misionero montfortiano que enseñaba teología en la Universidad de San Luis. En él animaba a sus estudiantes a examinar el texto de este pasaje bajo el prisma del griego del Nuevo Testamento. En esta lengua clásica, explicó, la palabra «hogar» significa literalmente «propio». Así, el texto traducido diría: «Desde aquel momento el discípulo la tomó como propia…».  

Esa traducción me llevó a una comprensión totalmente distinta de María. Gracias a esa clase, ahora veo a Jesús cuidando de su madre y confiándola a su discípulo amado, no sólo para su protección y cuidado, sino como modelo para sus seguidores (los «suyos») y, posteriormente, para nosotros.  

María fue la «primera discípula», la «discípula perfecta», la que siempre dijo «sí» a Jesús. Quizá la idea sea que nos parezcamos más a ella. 

Que este viaje cuaresmal nos lleve al pie de la cruz, donde podemos recibir el gran regalo de Jesús: su madre, como modelo para nosotras. Hagamos como el discípulo amado tomando a María como «nuestra», con el mismo corazón abierto y la misma voluntad de seguir a Jesús dondequiera que nos lleve el camino de la fe.