Por Hermana Algen Mari B. Castañeto
O Clavis David, et sceptrum domus Israel; qui aperis, et nemo claudit; claudis, et nemo aperit: veni, et educ vinctum de domo carceris, sedentem in tenebris, et umbra morti.
(¡Oh Llave de David y Cetro de la Casa de Israel! Tú que abres sin que nadie pueda cerrar y que cierras sin que nadie pueda abrir: ven, y saca de su prisión a los cautivos que yacen en las tinieblas y sombras de muerte).
Querido Dios,
¿Cómo quieres que te comparta a ti hoy?
Esta ha sido mi oración durante las últimas semanas, pues no se me ocurría un pensamiento, una idea o la manera de escribir mi reflexión. He buscado en las fuentes y en Internet, y me exprimí el cerebro con la esperanza de poder tropezar con algo que tocara mi ser y me hiciera saber que esto es lo que Tú quieres que comparta. ¡Mi tiempo para la presentación de mi reflexión se está acabando! Pero Tú eres realmente grande y Tu tiempo es siempre perfecto, porque me has permitido experimentar tanto la agonía como la esperanza de esperarte. Como dice el Salmo… Mi alma espera con ansia al Señor… (Salmo 62; Romanos 8).
Y en el lapso de la espera, Tú me has revelado tres puntos para la reflexión. El primer punto es que, verdaderamente, sólo Tú, Jesús, puedes entrar en las cerraduras de nuestros corazones, y tienes todo el poder y la autoridad para abrirlas y llevarnos a todas las personas a la libertad. El mal en este mundo pone una trampa y atrae a cada alma a su ruina total. Ingenuamente seguimos la tendencia, pensando «¿qué puede salir mal?». Todo el mundo lo está haciendo, y se veían bien o incluso mejor. Somos como los ratones que siguen al gaitero. Perdemos el sentido de la orientación y es demasiado tarde cuando nos damos cuenta de que ya estamos dentro de nuestras propias prisiones y hemos perdido el rumbo. Pero tenemos esperanza en Ti, Señor, porque nos has dicho: «Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen» (Juan 10, 27). Nunca te cansas de buscarnos; llamas a las puertas de nuestros corazones y nos liberas de la esclavitud de nuestra pecaminosidad. Sólo Tú, Jesús, puedes llenar el vacío y saciar el vacío que hay en nuestro interior y puedes hacernos conscientes de nuestro estado de prisión, cuando estamos a ciegas por la oscuridad de nuestros pecados, cuando estamos con sordera por el ruido de la violencia y el caos en nuestro interior y a nuestro alrededor, y cuando estamos insensibles a todo el dolor. Sólo Tú, Jesús, puedes hacernos ver que nos hemos vuelto indiferentes y que, sin saberlo, nos quedamos en la oscuridad sin escapatoria. Y es sólo a través de Ti, Jesús, que podemos liberarnos.
El segundo y tercer punto de la reflexión que me has invitado a considerar me fueron revelados a través de nuestro orador, un sacerdote, cuando asistí al Congreso Intercongregacional de Hermanas la semana pasada. El ponente habló de la sinodalidad de la Iglesia, y utilizó la reflexión del Papa Francisco sobre Jesús llamando a la puerta (Ap 3, 20). Es verdad Jesús, que quieres entrar en lo más profundo de nuestros corazones y estás llamando para que te dejemos entrar. Sin embargo, la imagen inversa que utilizó el Papa Francisco me impactó. ¡Te hemos encerrado en la Iglesia! Estás llamando a la puerta de nuestra Iglesia (en este caso, de nuestros corazones) no para entrar, sino para salir. Porque una vez que estás dentro de una persona, también deseas salir. Por desgracia, tendemos a guardarte para nosotras y a tratarte como si fueras de nuestra propiedad, y nos hemos vuelto autorreferentes e indiferentes al mundo. Tú nos has recordado que no debemos tratarte como nuestra propiedad, sino como Aquel que está destinado a ser compartido con el mundo.
Y el último punto sobre el que Tú me has invitado a reflexionar son las expresiones de sinodalidad que se encuentran dentro de mí. ¿En qué me he convertido después de recibirte en mi corazón? ¿Me he vuelto acogedora, especialmente con las personas marginadas, empobrecidas y necesitadas? ¿Me he convertido en buscadora de quienes están perdidos? ¿He salido de mi terreno conocido para buscar y tender la mano a otras personas? ¿Escucho más de lo que hablo? ¿Me he vuelto más humilde, o me he sentido con más derechos? Y por último, ¿me he vuelto alegre? Después de recibirte como fuente de mi vida, ¿he llegado a dar vida a las demás personas?
¡Oh Llave de David y Cetro de la Casa de Israel, Tú que abres sin que nadie pueda cerrar y que cierras sin que nadie pueda abrir: ven y saca de su prisión a los cautivos que yacen en las tinieblas y sombras de muerte!
Y como dice la antífona, una vez que te he recibido, Jesús, en mi corazón, no hay vuelta atrás, y no hay otra opción que la conversión y la transformación. Mi corazón busca tu voz y permanece inquieto hasta que encuentra su descanso en Ti. Y cuando te encuentre, permíteme amarte para que pueda testimoniar de verdad al mundo que ¡ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí! (Gal. 2, 20). ¡Que Tú, Señor, seas alabado por siempre! Amén.