Nuestra Señora de los Dolores: un refugio para nuestros múltiples dolores callados y cerriles
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Por la Hermana Danielle Gagnon
¿Qué notas en la imagen de Nuestra Señora de los Dolores? Piensa un momento, ¿qué es aquello que llama tu atención?
A mí, en primer lugar, su entrecejo contraído. Me han dicho que yo frunzo el ceño y que sin quererlo revelo confusión, ira o tristeza cuando arrugo mi frente. Mi rostro muestra lo que mi corazón siente antes de que mis palabras se hayan formado en mi boca. Nuestra Señora de los Dolores se asoma profundamente a los corazones y reconoce el dolor que allí se alberga. Sus ojos manifiestan que ella comparte la congoja causada por el racismo, el sufrimiento que produce la misoginia, la miseria que resulta del nacionalismo y la angustia causada por la codicia que ha empobrecido a la Creación. Por momentos, son mis propios y oscuros «ismos» y egoísmos los que rompen mi corazón. Pero Ella también los tolera. A veces, no tengo palabras. Sus ojos susurran la tristeza que soy incapaz de expresar.
En algunas imágenes devocionales María lleva una corona. En esta versión, María luce la belleza y la sabiduría que dan los años. Su cabello entrecano, cubierto por un manto de invierno, me recuerda que el dolor es acumulativo. En su conmovedor poema, Wondrous (Maravilloso), Sarah Freligh describe la «triste matemática» de la pérdida, «cómo cada resta es exponencial, cómo cada dolor / multiplica al que le precede». Esta es una verdad profunda. No envejecemos sin ser heridos. Cada época encierra un nuevo dolor que se construye sobre el anterior. Nuestra Señora puede comprender nuestro dolor porque sabe lo que es haber amado y perdido, conoce el verdadero dolor inherente a una vida larga y plenamente vivida.
Mientras estoy con Nuestra Señora, me detengo a mirar sus manos, delicadas y gentiles. Estas palabras pueden sugerir algunas veces una imagen de debilidad, pero el permanecer afable al tiempo que fuerte para soportar la pena es un milagro del espíritu humano. En su novela El libro de los anhelos, Sue Monk Kidd atribuye estas palabras a María, madre de Jesús: «Siempre es una maravilla cuando el dolor propio no se convierte en amargura, sino que en su lugar produce bondad». Con su mano izquierda, Nuestra Señora recoge para sí misma el dolor del mundo, mientras su mano derecha todavía abierta, permanece extendida. En ese espacio, envuelve con su amplio manto el sufrimiento y la pérdida de nuestra existencia, la pandemia de nuestra generación. Ella reconoce el dolor de nuestros corazones en el suyo y nos acuna allí, a cada uno de nosotros y a todos juntos, aunque distantes.
El Kontakion, himno con el que nuestros hermanos y hermanas Ortodoxos honran su festividad en el mes de febrero, dice: «¡Regocíjate, afligida Madre de Dios, convierte nuestras penas en alegrías y ablanda los corazones de los hombres perversos!». En esto hay una resonancia con nuestra propia tradición. Bien conocemos la adorable frase que Catalina escribió en 1841 a Frances Warde, justo seis meses antes de su propia muerte: «Este es tu camino, mezcla de alegrías y penas, una tras otra»[1]. Pero es la reflexión que hacen Joanna Regan e Isabelle Keiss la que ahora resuena en nosotras: «La visión espiritual de Catalina no culpa a la mediación humana por el dolor, los sufrimientos o las privaciones que entraron en su vida. […] De cualquier manera, amar [a Dios] fue acoger el momento doloroso, difícil, penoso o pesaroso»[2].
Nuestra Señora y Catalina, las dos, nos invitan a compartir un momento con las penas y darles la bienvenida. No tenemos que intentar domesticarlas. No tenemos que apresurarnos a ocuparnos en algo ni a aferrarnos a la felicidad. ¿Qué nueva y preciosa misericordia puede nacer cuando moramos en compañía de Catalina y de Nuestra Señora de los Dolores?
[1] Catherine McAuley to Frances Warde, May 28, 1841, in The Correspondence of Catherine McAuley ed. Mary C. Sullivan (Baltimore, MD: Catholic University Press, 2004), 401.
[2] M. Joanna Regan, RSM and Isabelle Keiss, RSM, Tierna Audacia: Una Reflexión sobre la Vida y el Espíritu de Catalina McAuley, Primera Hermana de la Misericordia (Chicago, IL: Franciscan Herald Press, 1988), 121.