Por Jean Stokan
Imagina el pesebre navideño rodeado de alambre con púas, para que Jesús y la Sagrada Familia no huyan de Herodes, que los amenaza con la muerte.
Después de haber pasado como voluntaria la semana de Acción de Gracias en el Hogar de la Anunciación en el Paso, Texas recibiendo cientos de padres de familia y niños que habían cruzado recientemente la frontera de México y los Estados Unidos, me atormentan aún los rostros de todos los niños enfermos.
Familias desesperadas intentan cruzar ilegalmente y son detenidas por oficiales de aduanas y patrullas fronterizas, y luego las detienen en celdas hasta por dos semanas procesándolas, antes de dejarlas libres en las calles con monitores en los tobillos y con una fecha para presentarse en la corte.
El Hogar de la Anunciación y otras obras de caridad ligadas a la Iglesia en la frontera han pedido que ICE (son las siglas en inglés para Inmigración y Control de Aduanas,) libere a los inmigrantes directamente a sus refugios. Ahí tienen libre acceso a las duchas, una cama por algunos días y el apoyo para abordar autobuses Greyhound e ir a donde quiera que estén sus familiares en los Estados Unidos, mientras esperan sus audiencias.
En los últimos meses, las organizaciones de beneficencia han llegado a ser una «Gran Estación Central de Monjas», como Hermanas de la Misericordia y cientos de mujeres religiosas de varias congregaciones hemos respondido a la petición de voluntarios. El simple hecho de saber que nuestras hermanas han estado acompañando a refugiados e inmigrantes por años — desde Maine a California, Chicago a Laredo — me inspira más de lo que las palabras puedan expresar.
Durante mi tiempo en la frontera, los agentes de ICE entregaron familias al Hogar de la Anunciación; la mayoría de niños que vimos o casi todos, estaban enfermos. Nos enteramos por los migrantes que nuestro gobierno los mantuvo en espacios tipo celdas durante dos semanas, celdas muy frías que ellos llamaban hieleras, hacinados y obligados a dormir en el piso con muy escasa comida. En otras palabras, los trataron como criminales cuando pedir refugio no es un crimen.
Nosotros los voluntarios hicimos lo que pudimos para darles la bienvenida con afecto y amor, ofreciéndoles un lugar seguro por algunas noches, comida y Tylenol en jarabe para la fiebre de los niños. En la terminal de autobuses, una guatemalteca con un niño pequeño rompió en llanto en mis brazos mientras el agente de Greyhound le explicaba, en español, que debería cambiar siete veces de autobús durante su recorrido de tres días hasta llegar a Florida para reunirse con su esposo. La mujer, que solo hablaba un dialecto indígena, no entendió nada. Hice lo que pude para ayudarla con los cambios de ruta, dibujando una serie de puntos en un papel y escribiendo en inglés y español para que los pudiera enseñar a la gente durante el viaje y la pudieran ayudar. No sé qué habrá pasado con ella.
Mientras los medios de comunicación reportan el fallecimiento reciente de dos niños inmigrantes cuando estaban bajo la custodia de los Estados Unidos, temo que es mucho más el costo de las vidas inocentes de estos pequeños. Más allá del trauma que resulta de la separación de los niños de sus padres inmigrantes — algunos de los cuales todavía no se reúnen — lo que me atormenta de mi temporada de hace seis semanas es el rostro de los niños enfermos con fiebres muy altas.
¿Cuántos de esos niños gravemente enfermos, me pregunto, murieron después de que los subimos al autobús? Esas estadísticas no aparecerán en el reporte del Departamento de Seguridad Nacional, ni es probable que los mejores periodistas descubran esto. ¿Cuántos serán deportados muy pronto para ir al horno de la violencia solo para que después los maten? ¿Cómo justificamos este trato hacia los niños de Dios, en las fiestas de diciembre o en cualquier tiempo? ¿Cómo podemos quitar el alambre con púas que circunda el pesebre de Jesús y de nuestros corazones?