Por Hermana Jackie Nedd
Al reflexionar sobre mis experiencias de ser negra, católica y Hermana de la Misericordia, varias cosas afloran a mi mente. Procedente de Guyana, Sudamérica, siempre me he considerado una guyanesa de raza mixta o cosmopolita, quiero decir, hasta que llegué a Estados Unidos y aprendí que las mujeres con mi color de piel/pigmentación son consideradas mujeres de color.
Nunca me preocupé en ser negra hasta que estuve en EE. UU. y sobre todo en la comunidad de las Hermanas de la Misericordia de las Américas. Comencé el caminar de la búsqueda espiritual cuando me invitaron a asistir a un encuentro de la Alianza de las Hermanas de la Misericordia de Color.
Comprendí que, aunque soy de Sudamérica, tengo una experiencia cultural caribeña incomparable y me identifico como guyanesa, miembros de mi comunidad me identifican y me tratan como una mujer de color.
Cuando era niña, mi conocimiento de mi origen multirracial me llevó a plantear muchas preguntas. Al contrario de algunas de mis amigas, no podía decir que era portuguesa, amerindia, blanca, negra, india oriental o china. Entonces, ¿quién soy? ¿Cómo quién me identifico? Posteriormente, como adulta joven, acogí mi etnicidad y nacionalidad, dándome cuenta que represento a los seis pueblos de Guyana.
Como nuestra fundadora de la Misericordia, la Venerable Catalina McAuley, aprendí de mi familia a una edad temprana a reconocer las necesidades de los demás y a servir a los pobres y necesitados. Como Jesús dijo «Porque siempre tienen pobres con ustedes, pero a mí no me tendrán siempre» (Mateo 26, 11). Siento que la mayor pobreza es la incapacidad de reconocer la imagen de Dios en el rostro de las personas de color, ya que limita o falla en amarlas como una de las creaciones más valiosas de Dios.
Crecí en la tradición católica de mi bisabuela materna, que era de Madeira, Portugal. Ser católica es una gran «parte de mi ADN». No sólo soy católica de nacimiento, sino por elección, ya que muchas de mis tías y primas practican en otras denominaciones. Mi fe católica ha nutrido y sostenido mi camino espiritual y mis relaciones con Dios, mi familia, amistades, colegas y la Iglesia misma.
Al recordar mi niñez, me doy cuenta de que, como Catalina, la virtud de mi madre es la caridad. Como mujer de fe, siempre les recordó a sus hijas e hijos que «la caridad comienza en el hogar» aludiendo que necesitamos amarnos a nosotros mismos y tratar a nuestras hermanas y hermanos con tierna bondad antes de que podamos amar realmente a los demás. A menudo decía, «Nunca dejes para mañana lo que puedes hacer hoy», similar al dicho de Catalina, «Los pobres necesitan nuestra ayuda hoy, no mañana».
No es casualidad que me sintiera atraída al carisma de las Hermanas de la Misericordia. Me encanta ser hermana porque me brinda muchas oportunidades de amar y servir al pueblo de Dios, a mis hermanas y hermanos. Es una bendición y un honor hacerlo en un tiempo en el que estamos trabajando para abordar los Asuntos Críticos como el racismo, el papel de la mujer en la Iglesia, la desigualdad de género, el cuidado de nuestra Tierra y la creciente violencia que afecta a nuestro mundo.
Me convertí en Hermana de la Misericordia en respuesta a la llamada de Dios a «practicar la justicia, amar la fidelidad y caminar humildemente con tu Dios» (Miqueas 6,8). Además, me esfuerzo por vivir mi vida como hermana y amiga de todas. Sí, soy una mujer de color, soy también hija de Dios, hecha a imagen y semejanza de Dios, y hermana de mis Hermanas en la Misericordia, Asociadas y Asociados de la Misericordia, Compañeras en Misericordia y mis compañeras en este camino de la vida.
Es mi esperanza, sueño y oración que a medida que continuamos en nuestro Camino de la Unidad de la Misericordia, decidamos abrazarnos unas a otras como hermanas realmente amadas independiente de nuestra raza, etnicidad, nacionalidad u orientación.
Mi espíritu resuena con los sueños de Martin Luther King, Jr. y en esta cita: «Siempre es correcto el momento para hacer lo correcto». Yo, también, sueño con un mundo justo donde todos somos uno, viviendo en paz. Es mi sueño que algún día mi congregación enmiende a nuestras Hermanas de la Misericordia de color y pida perdón, aprenda del pasado y abrace a cada mujer de color como si fuera una sola. También espero que podamos ser una luz de esperanza en nuestra Iglesia que dé testimonio de la igualdad en nuestro mundo.
Catalina fue una mujer sencilla con un amor profundo a Dios y al prójimo, que usó sus dones para Dios. Las Hermanas de la Misericordia de las Américas continúan siguiendo sus pasos. Me apoyo en los hombros de todas nuestras hermanas, de todos los colores y nacionalidades, mientras me esfuerzo en dar testimonio del amor de Dios hecho íntegro en nuestro mundo quebrantado.